La implosión del Submarino Titan: una lectura psicoanalítica

Submarino Titan. El naufragio de un ideal

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La reciente implosión del Submarino Titan (Empresa OceanGate) que acabó de manera absurda y trágica con la vida de todos sus tripulantes puede leerse, desde una perspectiva psicoanalítica, como el síntoma de una sociedad que atraviesa una profunda crisis en muchos niveles. La falta de un “sentido vital” es descripta en el presente artículo como una variante típicamente moderna y renovada del “malestar en la cultura” descrito por Freud hace ya más de cien años.

El malestar actual: un malestar inespecífico

En los tiempos que corren, donde todo es noticia y velocidad, quizás el psicoanálisis se nos presenta como algo antiguo, de otro siglo, una teoría obsoleta, en desuso…

Sin embargo, si prestamos atención al espíritu de muchas de las ideas de Freud, nos sorprenderá ver hasta dónde llega el legado del padre del psicoanálisis y hasta qué punto los conflictos que él localizó en la cultura tienen hoy una vigencia notable.

En primer lugar, no está de más hablar de lo que sucede en la consulta: cada vez más personas acuden al psicoanalista. Esto es, claramente, un indicador de que “el malestar en la cultura” ubicado por Freud está lejos de haber sido superado.

Muchas personas acuden hoy a la terapia para buscar explicaciones, causas y una solución a un sufrimiento que, si bien se encuentra ligado con aquello que refieren como “problemas puntuales” (ataques de pánico, consumo problemático de sustancias / adicciones,  conflictos en la pareja o en las relaciones laborales, etc.) se trata de algo más bien inespecífico.

El sujeto de la actualidad no sabe definir con precisión qué es lo que lo lleva a sufrir, qué siente en relación con lo que le sucede y, mucho menos, cómo se interpone este sufrimiento en la consecución de sus anhelos y objetivos. Para decirlo de una vez y sin demasiados preámbulos: el sujeto de hoy, en la abrumadora mayoría de los casos, no sabe muy bien qué quiere en la vida, qué desea, cuáles son sus ideales y, para resumirlo de manera gráfica, cuál es su “norte”.

La enorme prosperidad económica y los vertiginosos avances técnicos que cambiaron nuestra vida en las últimas décadas fueron un fulgor que nos embriagó de optimismo y positividad, pero dejaron tras de sí una sociedad llena de interrogantes y desasosiego.

Las personas nos hemos vuelto seres aislados, individualistas, que no nos comunicamos entre nosotros. Cada uno va “a su bola” en el dispositivo móvil; nos hallamos enemistados a muerte con quien piensa diferente, nos sentimos vacíos y frustrados con nuestra vida; sentimos que nuestros sueños se desvanecen, que en nuestra vida “pasa de todo, todo el tiempo” y que a la vez no sucede nada nuevo que realmente nos conmueva, que nos haga sentir que estamos vivos.

En una lucha por la subsistencia que se hace cada vez más ardua, hemos perdido el consenso respecto de los principios y valores que compartimos. Para apreciar hasta qué punto llega nuestro desconcierto y nuestro andar errante como comunidad, baste remitirnos a la evidencia de que ni siquiera somos capaces de estar de acuerdo en un hecho tan anterior e intrínseco a nuestra condición de seres vivos como lo es la diferencia de los sexos. Es más, la sola afirmación de que existe una diferencia entre los sexos puede ser interpretado por algunos sectores de la sociedad como un agravio, una ofensa o un prejuicio retrógrado.

Que no se me malentienda: no es que yo no admita que exista el disenso en las relaciones humanas. Lo que afirmo es que en toda relación humana, un mínimo nivel de consenso es necesario… pues no se puede construir absolutamente nada a través del agravio, la descalificación y el desencuentro permanente.

La implosión del Submarino Titan: ¿un síntoma de la época?

Existe una hermosa frase cuya autoría se le atribuye a Séneca: “Para quien no sabe hacia dónde va, no existen vientos favorables”. Pero aquí no se trata solamente de una o varias personas que no saben hacia dónde van (quizás esta era la idea prevaleciente en los orígenes de la psicología: la consideración de la locura como excepción). Hoy por hoy pareciera que como grupo, como cultura, como comunidad estuviéramos deambulando errantes, sin rumbo.

No es mi intención deprimir a la audiencia relatando situaciones desagradables: simplemente menciono algunos hechos para dar sustento a lo que acabo de formular.

– ¿En qué otra sociedad los niños se suicidaban o mataban entre sí? Eso está sucediendo hoy.

– En ninguna sociedad de la que yo tenga conocimiento el bullying o ciertos “desafíos virales” habían llegado a extremos tan horrorosos como los que vemos hoy en las noticias.

– Tampoco eran habituales como lo son hoy la frustración y la pérdida de autoestima de los adolescentes por no haber logrado una cantidad suficiente de “likes” en las redes sociales.

– Me pregunto si en alguna otra sociedad en la historia de la humanidad, se les proveía a los niños somníferos, cosa que hoy no sólo ocurre sino que es publicitada con la anuencia del mundo adulto en el “prime time” de la televisión.

– Me pregunto si en otras comunidades humanas existían desarrollos de contenidos audiovisuales diseñados para bebés menores de un año, o padres dispuestos a hacer ver estos contenidos a sus hijos durante los primeros meses y años de vida, para tenerlos distraídos y así evitar que lloren o molesten.

– Tampoco conozco otra época en la historia de la humanidad en que un niño estuviera en condiciones de exigir un cambio de sexo por referir sentirse de de un género distinto al que le corresponde a su anatomía.

– Para concluir este listado y adquirir una dimensión del estado de locura que hemos alcanzado como comunidad, deseo comentar lo siguiente: hace algunos meses, en una entrevista que fue misteriosamente retirada de internet, el CEO de la compañía Netflix afirmó que la “competencia” de su empresa no era ni Facebook, ni Amazon, ni ninguna de las otras plataformas de contenidos…sino el sueño. A su parecer, la gente todavía duerme demasiadas horas, desaprovechándolas en una actividad sin sentido, cuando podría estar “empleándolas” en algo útil, como mirar una serie.

Basten estos ejemplos para señalar que como cultura, como comunidad estamos atravesando una enorme crisis: la superabundancia de oferta, de bienes y servicios no parece suficiente para dotar a nuestra existencia de un sentido vital. Pareciera que la hipoteca, el coche nuevo, las múltiples formas del entretenimiento, las vacaciones en Ibiza…no alcanzan para dotar a nuestra vida de un rumbo, de un “hacia dónde ir”.

Un sentido vital

“Hay que poder, hay que saber, hay que querer conseguir por qué vivir”.

A. Calamaro

Cabe en este punto hacernos la pregunta: ¿Qué es un “sentido vital”? ¿Se trata de un éxito individual, narcisista, que nos sirve para que nos envidie nuestro vecino o para “demostrarle” a nuestro compañero de oficina que somos más inteligentes, capaces o competentes que él? ¿Es algo que se puede ostentar, mostrar en las redes sociales?

De hecho, un sentido vital, ES EXACTAMENTE TODO LO CONTRARIO. Es algo que nos mancomuna, que nos integra con los otros y con nosotros mismos, que nos permite descansar de la pesada carga que representa nuestro yo (siempre en relación tensa y masoquista frente al superyó) sintiéndonos parte de un grupo, de un colectivo y de un tiempo que nos trasciende.

Como si fuéramos un pájaro en la bandada que, coordinado, danza por el aire “sabiendo” (mediante un saber irracional que es el saber de la vida misma) hacia dónde debe ir y qué lugar, posición y función le toca ocupar…o un músico en una agrupación, que “sabe” qué acordes tocar, pero también domina la intensidad y el ritmo con los que debe hacerlo para que su expresión artística contribuya enriqueciendo el sonido total y la armonía del conjunto.

Somos con otros. Somos entre otros. No hay otra manera de concebir la existencia humana. “Nadie es luz de sí mismo, ni el sol”, nos dice el poeta Antonio Porchia. ¿Desde cuándo se estableció que “depender” es una falencia, una debilidad, algo de lo que es necesario curarse? ¿Algo que hay que superar? ¿En qué momento, como comunidad, incurrimos en semejante malentendido?

La idea de la autonomía plena, de la autosuficiencia…de no necesitar a nadie…la fantasía del self-made man… ¿Cuál fue la absurda razón de tanta soberbia y arrogancia?

¿No son acaso las múltiples formas de las dependencias patológicas que proliferan en la actualidad (lo que conocemos como “relaciones tóxicas”, adicción al sexo, al juego, al alcohol, a los psicofármacos) un síntoma de la inadecuada elaboración interna de otro tipo de dependencias que son completamente naturales en nosotros y que no se expresarían de maneras tan tortuosas si tan sólo les diéramos voz?

Allí se traza, pues, una gran paradoja de nuestro tiempo, avizorada también por Porchia en otra de sus Voces: “Las cadenas que más nos encadenan son las que hemos roto”. No ha de extrañarnos, pues, que mientras más libres, autónomos, independientes, autosuficientes buscamos ser…más devenimos desvalidos, dependientes y sometidos a determinados objetos, prácticas y sustancias.

Dependencia – Independencia

“La vida es una herida absurda”, dice el tango. Ser dependientes implica que somos vulnerables, que la vida no es vida si se busca quitar de ella todo sufrimiento, así como la responsabilidad y el coraje que requiere realizar el duelo por lo que se ha perdido. El querer, el vincularnos, el confiar, el entregarnos…puede que nos exponga a sufrir, pero también a sentir, a vivir, a florecer y a desarrollarnos.

Entonces, aceptando la idea de que todos, en mayor o menor medida dependemos de alguien, otra pregunta importante para hacernos es: ¿Quiénes son, entre los otros que pueblan nuestra existencia cotidiana, aquellos que nos aferran a la vida?

Cabe aclarar que estos “otros” no necesariamente son otros “de carne y hueso”, no siempre están presentes o son actuales. Puede muy bien tratarse de “otros” ausentes, que pueblan nuestros recuerdos, configuran nuestros ideales y desde allí nos trazan el camino por el cual marchar, como si siguieran sufriendo y disfrutando de la vida a través de nosotros.

También están esos “otros” a quienes nunca hemos conocido cara a cara. Puede tratarse de un escritor, un deportista, un músico…en fin, nuestros héroes y referentes: seres a quienes sentimos cercanos y con cuya alma resonamos en concordancia, a quienes admiramos por su inteligencia, ingenio o ética y que nos llenan de deseos. Desde lo que hicieron o hacen con su vida, nos alientan e impulsan a hacer también algo valioso con la propia.

La dualidad entre Eros y pulsión de muerte representa el último dualismo pulsional establecido por Freud y nos señala el punto crucial del arte psicoanalítico. El padre del psicoanálisis decía que cada uno de nosotros, cada ser humano contiene una “mezcla” variable de eros y de muerte. Así las cosas, si todos llevamos dentro un quantum de cada uno de estos elementos, sería utópico creer que hay vínculos en los que sólo existe el amor y que hay otros en los que sólo existe el odio. Ambas tendencias funcionan siempre de manera combinada.

Pero Freud decía también que un quantum suficiente de amor podía “neutralizar” o “diluir” lo que hubiera de muerte y volverlo inocuo. Es indiscutible que hay vínculos de nuestra vida en los que PREVALECE eros. Estos vínculos no están exentos de diferencias, discusiones, desencuentros y hasta de una ambivalencia explícita por momentos, pero en el trasfondo subsiste una comunión, la idea inconsciente compartida de que nos hacemos bien: de que a mí me hace bien que tú estés en mi vida, y a ti, que yo esté en la tuya.

Nuestro enorme desafío está en ser capaces de distinguir en nosotros, en cada uno de nosotros, cuáles son esos vínculos que nos “atan” a la vida. En el instante en que percibimos esto, nos volvemos inmediatamente deudores, pero deudores virtuosos, dispuestos a honrar nuestra deuda y es allí que la vida de cada uno adquiere, si se quiere, algo cercano a un sentido.  Honrar nuestra deuda implica, ni más ni menos, que el deseo de “estar a la altura de” quienes son importantes para nosotros, quienes cuentan en nuestra vida.

Es importante no confundir esta “deuda honorable” con la culpa, que son dos cosas bien distintas…hoy no entraremos en el tema de la culpa: baste decir que la “deuda buena”, la deuda que nos vuelve deudores sin ser culpables, deudores dispuestos a reconocer y a pagar con gusto nuestra deuda, sabiéndonos seres falibles y en permanente aprendizaje…

También instala en nosotros una responsabilidad: la de ser acreedores momentáneos de las deudas de otros. Siguiendo los pasos de quienes nos dieron el ejemplo, nos convertimos también en ejemplo de otros. Y para ser acreedores, también hemos de estar a la altura. Ese compromiso está muy vinculado con el lugar y la función del psicoanalista.

Submarino Titan: El naufragio de un ideal

John Lennon decía que “cada verdad individual es una verdad universal”. Del mismo modo, cada interpretación psicoanalítica, para estar dotada de eficacia, ha de partir de la siguiente premisa: eso (tú) soy yo / esto (yo) eres tú. A esto le llamamos concordancia, identificación, empatía: dicho fenómeno constituye la base de lo que ocurre entre paciente y analista y el primer paso en el largo recorrido que conduce a la cura.

En Análisis terminable e interminable, al referirse a la duración de los efectos de un análisis, Freud expresa que lo que un sujeto “aprende” en análisis lo aprende para siempre, ya que esta experiencia instituye en él una nueva relación consigo mismo.  A partir de lo vivenciado en la relación con el psicoanalista, la función “recomponedora del yo”, obstaculizada previamente por la neurosis, se pone en marcha nuevamente. Contamos con ello, dice Freud: con el hecho de que la vida también teje sus redes.

Una idea psicoanalítica que suele despertar resistencias de parte de la sociedad es la destitución de toda moral en la instauración de una ética. Convengamos que la moral, en tanto no considera el deseo, conflictivo, problemático, huidizo y turbulento, implica la posibilidad de posicionarse ante la vida desde un lugar más cómodo, más apacible. No hay más que ajustarse a las normas prescriptas y vivir en conformidad con ellas.

Tiene sólo una falla: la ley moral excluye al sujeto. Para enunciarse, el mandato moral tiene que hacerse desde el ideal, por ende, implica la abolición de toda humanidad, reduciéndola a una iteración superyoica.

Desde la perspectiva psicoanalítica, que considera la ética, los actos o conductas del ser humano no están dotados de una valoración moral intrínseca, sino que han de insertarse en el contexto que constituye la trama vital de una persona para comprender qué representan, qué significan, qué quieren decir en cada caso singular.

Para poner un ejemplo muy burdo y sencillo: tomar dos copas de vino de manera repetida, compulsiva y a escondidas en horas del trabajo, que el sujeto perjudique su desempeño y se mortifique con este acto, culpabilizándose y sintiéndose un alcohólico ante la sociedad, no es lo mismo que tomar dos copas de vino disfrutando de una velada agradable con nuestra gente querida. El acto es el mismo, pero lo que representa para el sujeto (lo que técnicamente designamos como “posición subjetiva”) ciertamente no lo es.

Algo similar que adquirió notoriedad a escala global ocurrió recientemente en relación con la absurda implosión del Submarino Titan, que conllevó la trágica muerte de todos sus ocupantes. Nos preguntamos ante tamaña desgracia: ¿Qué lleva a una persona a querer sumergirse hasta el fondo del océano para contemplar los restos de un transatlántico hundido hace más de un siglo? La curiosidad y el afán de conocimiento ¿al servicio de qué pulsión se colocan en un caso así?

Abordaremos esta pregunta considerando, psicoanalíticamente, algunas cuestiones vinculadas con el contexto. El cineasta James Cameron, además de director de cine, es un apasionado oceanógrafo que ha emprendido múltiples expediciones al fondo del mar. Cuando descendió a las profundidades, no lo hizo “solo”. Bajó acompañado por la cultura, por la industria de la navegación, por la ciencia y por todos los organismos especializados que estudian día a día este “arte maduro” como el propio Cameron lo definió.

Lo hizo al servicio de una vocación exploratoria y para contar una historia, para expresarse, para transmitir lo aprendido a la comunidad y para dejar un legado. A raíz de su minuciosa investigación, pudo dirigir un film que recibió numerosos galardones. Además, cuando lo hizo, respetó el océano y tomó las medidas necesarias para salvaguardar su vida y no correr riesgos innecesarios. En resumen: actuó con responsabilidad, guiado por un “para qué” que lo integra con la comunidad, con la cual contrajo una deuda simbólica y que, a su vez, queda en deuda con él a raíz de sus aportes.

Los navegantes del Submarino Titan transgredieron todas y cada una de las reglas de la navegación. Se rehusaron a pasar por los controles de aprobación oficiales; ampliaron excesivamente el puerto de visibilidad de la embarcación con lo cual ésta se volvió más vulnerable; hicieron al Submarino Titan más grande que lo recomendado para llevar a más pasajeros y así poder recaudar más dinero. El colmo de la vanidad fue que cuando un antiguo empleado, David Lochridge, le advirtió al resto sobre la peligrosidad de la embarcación ¿imaginad qué sucedió? Por supuesto: lo despidieron.  He allí un claro ejemplo de lo que Lacan define como una de las más arraigadas pasiones humanas: la “pasión de la ignorancia”.

Los pasajeros del Submarino Titan sí descendieron “solos”. El objetivo de la travesía del Submarino Titan no fue contribuir a la ciencia, al conocimiento humano, sino el resultado de un delirio compartido, que es, por cierto, ubicuo en los tiempos que corren: que el dinero te vuelve omnipotente e inmortal. El impulso de los viajantes del Submarino Titan no fue realizar un aporte a la humanidad sino buscar ciegamente engrandecer su ego.

Los tripulantes del Submarino Titan no sólo acabaron con sus vidas (un padre llevó a su hijo a morir con él) sino que se volvieron -en cierta forma- un pesado lastre para la comunidad, que se vio obligada a destinar una enorme cantidad de recursos para ir a buscarlos infructuosamente. Finalmente, ni con todo el oro de sus cuentas bancarias habrían podido pagar su propio operativo de rescate. En otras palabras: cuando la deuda se niega, se eterniza.

Si conferimos al concepto freudiano de “compulsión a la repetición” la relevancia que merece, no habrá de sorprendernos que la historia del Transatlántico Titanic haya sido, también, una historia igualmente trágica: el naufragio de un ideal, la utopía devenida distopía, un encuentro horroroso con lo real que supone la convergencia de los sueños de omnipotencia del ser humano con su más hondo desvalimiento.

POR GUILLERMO MIATELLO*
* PSICÓLOGO COLEGIADO EN EL COLEGIO OFICIAL DE PSICÓLOGOS DE MADRID M-36994
GRADO EN PSICOLOGÍA UNED (ESPAÑA)
LICENCIATURA EN PSICOLOGÍA (U.N.C., CÓRDOBA, ARGENTINA)
MAGISTER EN PSICOANÁLISIS (U.B.A., BUENOS AIRES, ARGENTINA)

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