El encuadre en psicoanálisis es un concepto que ha despertado no poca controversia dentro de la comunidad profesional. Sin que Freud se hubiera referido de manera explícita a este constructo, sí dejó planteada la necesidad de fijar términos y condiciones para el decurso normal del proceso psicoanalítico. De este modo, la frecuencia y duración de las sesiones, los honorarios, la regla de abstinencia y la asociación libre establecen las pautas de un vínculo que no tiene precedentes en la vida real y que es exclusivo de la situación analítica.
Omitiendo importantes recomendaciones de Freud y haciendo una lectura literal de los consejos vertidos por el padre del psicoanálisis, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX algunos autores se erigieron en portavoces de la vertiente que llamo “segregativa” de la interpretación del encuadre psicoanalítico. Enunciada -como es de esperar- desde el lugar del amo, el “respeto del encuadre” (objetivo noble) devenía la condición de pertenencia o la filiación a un grupo o comunidad. El “setting” quedó así reducido a ser una precondición del análisis; un listado de normas o pautas de conducta cuya obediencia determinaba si lo que se practica es o no psicoanálisis. Cabe preguntarse en este punto: ¿Quién habla aquí en nombre de Freud?
Otros autores, situados en el extremo opuesto y posiblemente como reacción a estas posiciones más ortodoxas, prefirieron pasar por alto la importancia y utilidad de todo encuadre. Las sesiones de tiempo variable propuestas por J. Lacan fueron, en este sentido, toda una revolución. El carácter genial e inspirado del psicoanalista francés, así como sus brillantes construcciones poéticas destinadas a operar una metáfora sobre el goce mortífero del cuerpo, llevaron a cierto sector del lacanismo a pensar que la eficacia terapéutica del análisis dependía de la espontaneidad de una intervención reveladora por parte del médico quien habría de ejercer su función, el llamado “acto analítico”, apoyado en una ética particular y tomando como brújula el deseo del psicoanalista.
En el presente artículo propongo reivindicar el valor y la importancia del encuadre psicoanalítico siguiendo a aquellos autores que a mi parecer han sabido captar el espíritu de su función. Considero que Lacan es parte de este selecto grupo de autores que, sin tomar el encuadre al pie de la letra o de manera rígida, se hallaba muy bien advertido de su importancia y su función, como consta en múltiples documentos que reflejan su práctica clínica.
Sostenemos en el presente artículo que el encuadre es un concepto central no por lo que fuerza u obliga a cumplir (desde el lugar del mandato superyoico) sino por aquello que repite y representa de la realidad psicológica del analizado y de todo sujeto por ser sujeto del significante. Para ponerlo en términos del célebre ejemplo de Freud, el encuadre no debería representar la solemne prohibición de los carteles de advertencia alemanes sino el “Chi tocca muore” de los italianos.
Tomo como referencia el multipremiado film “El discurso del Rey” (2010) a fin de fundamentar que el encuadre psicoanalítico viene al lugar de la dimensión real del significante. En otras palabras: el encuadre representa dentro del proceso analítico lo que esta dimensión del significante en la estructura subjetiva. Lo que es como es también ocupa un lugar para nosotros los psicoanalistas y también lo ocupa en la teoría de Lacan. Por ende, si buscamos que el análisis se dirija hacia una meta lo más cercana posible a algo que podríamos denominar “cura”, es necesario el respeto de esta dimensión del encuadre psicoanalítico: de la salud del encuadre depende la salud del proceso analítico en su conjunto.
Introducción
En tiempos caracterizados por el boom de las plataformas digitales y los teléfonos móviles, existe un sinnúmero de producciones audiovisuales que se publican mes a mes (series televisivas, films) que nos sorprenden por su banalidad y por su desconcertante grado de ignorancia acerca de las vicisitudes del alma humana.
El multipremiado film “El discurso del Rey” (2010) constituye un contraejemplo de esta tendencia y representa, a mi parecer, una de esas expresiones culturales que nos sorprenden y maravillan por su grado de consciencia y su refinado abordaje de las profundidades de la psiquis.
En efecto, uno llega a conmoverse de que tal grado de intelección psicológica esté al alcance de personas ajenas al ambiente psicoanalítico y que llegan, por distintos caminos, a conclusiones tan cercanamente emparentadas con los descubrimientos alcanzados por Freud y sus seguidores.
Si bien es cierto que en español el título “El discurso del Rey” resulta breve y preciso, no nos transmite demasiado. Parece una alusión directa a la escena final del film, en la cual el Rey recientemente coronado, Jorge VI, debe dirigirse al Reino Unido para convocar a la esperanza y la confraternidad del pueblo en un momento histórico tan álgido como el inicio de la 2° Guerra Mundial.
Ahora bien, “The King´s Speech”, el título original, nos ofrece una mutivocidad que hace que las posibilidades semánticas se multipliquen. Si bien es cierto que “speech” significa “discurso, alocución”, también significa “voz” (como en speechless) y, en tanto sustantivo, guarda relación directa con el verbo “to speak“, que puede significar, dependiendo del contexto, “expresarse” (como en “speak yourself” o “speak your mind”).
El título en inglés condensa, pues, el acto de un discurso oficial y la posición discursiva de un sujeto en su vida y es en relación con esta dialéctica, ni más ni menos, que discurre la trama del film.
“Bertie” no quiere ser Rey
La encrucijada de Albert se presenta de manera muy clara: “Bertie” (Albertito), el hijo menor de Jorge V -un rey muy querido- había crecido a la sombra de su hermano mayor, el rey heredero Eduardo VIII, de carácter más impulsivo y carismático, aunque también más inestable.
En este lugar de cierto relegamiento a un segundo plano pero también de comodidad, Albert había construido una bella familia junto a su mujer Elisabeth (futura reina madre) y sus dos hijas, la mayor de quienes fue Reina durante varias décadas y falleció recientemente (Marzo de 2022). Así pues, este film trata acerca del padre de la Reina Elisabeth II.
Siendo el menor, Bertie sentía que se había “salvado” de los compromisos y obligaciones de una vida dedicada (¿o deberíamos decir: sacrificada?) a la Corona. Como lo pone de manifiesto su diálogo con el entonces primer ministro W. Churchill, ni siquiera tenía previsto un nombre real en caso de que fuera su destino, como finalmente ocurrió, asumir el trono.
Pero en muy poco tiempo se encuentra con dos hechos que lo empujan a tan temido compromiso: la muerte de su padre y la abdicación de su hermano mayor, el Rey heredero. Éste el momento vital en que la disfemia que acarreaba desde su infancia se agrava y se vuelve más patente, constituyéndose en un impedimento para el desarrollo normal de su vida.
Así convergen una serie de acontecimientos de enorme relevancia histórica: el Reino Unido, que había procurado por todos los medios mantenerse al margen de la guerra contra Hitler y sus aliados, no podía hacer más nada para evitarlo. Albert, el futuro Rey sucesor, era quien debía encarnar “la voz del pueblo” en esas horas tan difíciles y era, a duras penas, capaz de pronunciar una sola oración completa sin tartamudear.
Lionel Logue: ¿un logopeda-psicoanalista?
Si bien no caben dudas de que el film reúne un sinnúmero de méritos, considero que a los ojos de un psicoanalista tal vez lo más saliente es que logra retratar de una manera fehaciente y didáctica el anudamiento existente entre el encuadre y el conflicto psíquico. En el caso de Lionel Logue, el terapeuta, es el hecho de estar advertido de este anudamiento -a diferencia de todos sus colegas- lo que resulta decisivo para la cura de su paciente.
Desde muchos rincones de lo que parafraseando a Zygmunt Bauman podríamos llamar “psicoanálisis líquido” se sostiene la tesis -a mi parecer reduccionista- de que el encuadre terapéutico o setting no es más que un compendio de preceptos morales de índole superyoica a los que sería necesario ajustarse por mero capricho del psicoanalista ortodoxo y que podrían estar o no sin que ello tenga mayores consecuencias en la dirección de la cura. Ya he dicho que esta interpretación surge a mi parecer como reacción a otra lectura igualmente necia que sostiene exactamente lo contrario.
Nos encontramos, en este contexto, con la ética de Lionel, un terapeuta que ejerce su función de logopeda con un auténtico deseo del psicoanalista (Lacan) y que pareciera contemplar en el ejercicio de su profesión una visión más realista, madura e integrada de la complejidad de los dramas humanos y de cómo se entrelazan con el sufrimiento subjetivo.
Inclusive, al concluir el film, uno se queda con la sensación de que la única posibilidad de salvación para Albert era toparse en su vida con alguien como Lionel, que no retrocediera frente a su deseo y que todo otro encuentro -como cuantos lo antecedieron en la serie- habría sido entre inocuo y catastrófico teniendo en cuenta su situación. ¿No es ésta, acaso, la impresión que nos produce la realización de un psicoanálisis que en mayor o menor grado podemos considerar exitoso?
Rectificación subjetiva
Atendiendo a su situación, uno podría aventurar la hipótesis de que Albert estaba enfermo de su encuadre. Se trata, sin dudas, de un encuadre mal entendido: el que se resume en las rígidas prerrogativas de la Corona que lo anulan como sujeto.
Albert, un hombre ya entrado en años, anda por todos lados sin dinero ; son los procedimientos de protocolo redactados hace siglos y respetados a rajatabla los que deciden por él a cada paso que da, lo que es “mejor” para él. Si precisa un doctor para curar su problema del habla, será la Corona la que escoja al profesional con las mejores credenciales, lo contrate y le pague una fortuna para que “lo cure”, como si se hubiera descompuesto un artefacto del Palacio y llamaran al especialista para que lo repare.
Pero Lionel introduce, desde su actitud poco convencional, un quiebre en toda esa locura que es, ni más ni menos, la que enloquece a Albert. En la primera cita, así se lo hace saber a su esposa cuando lo va a ver por primera vez, es el príncipe quien ha de dirigirse hasta el despacho del profesional y no al revés. Esto ya supone, desde luego, una subversión significativa.
En un recorte de esa escena maravillosa que constituye el primer encuentro entre Lionel y Albert, éste le reclama, con la irresponsabilidad paranoide de un niño mimado que tiene poder: – ¿no va a empezar a tratarme? a lo que Lionel responde: -sólo si a Ud. le interesa ser tratado.
Con esta intervención, Lionel pone las cosas en su lugar y le hace saber al príncipe -habituado a la obsecuencia- que no es su terapeuta quien debe esmerarse para agradarle a él sino que es él, Albert, quien deberá trabajar duro en primer lugar, para ser admitido como paciente y, luego, para curarse. Primera intervención orientada a la rectificación subjetiva de Albert: – yo no hago milagros, aquí el asunto central es: ¿Ud. se quiere curar?
El encuadre en psicoanálisis viene al lugar del significante
Por supuesto que Lionel no se queda en las explicaciones mecánicas de la enfermedad. Su metodología de trabajo se distancia radicalmente de aquellos laureados logopedas contratados por la Corona que buscan “ayudar” a Bertie llenándole la boca de bolas de vidrio mientras lo presionan para que – ¡Hable de una buena vez!
Lionel es un hombre que ha vivido y sabe lo que los síntomas encierran. Algunos años atrás, en su Australia natal, por necesidad y siguiendo el consejo de un amigo había decidido dedicarse de manera profesional a devolverle la voz a quienes la habían perdido a causa de los traumas de la guerra: –“Mi trabajo consistía en darles fe en su propia voz y hacerles saber que un amigo estaba escuchando”.
Lionel vive una vida modesta y despojada de pertenencias pero sana, en el sentido de la autenticidad vital y la conexión con los propios afectos. La actuación, su gran pasión, no le deparó éxitos a nivel profesional pero él no lleva este hecho como una carga o con resentimiento: su amor por las obras de Shakespeare se mantiene inconmovible, mientras se contenta con representar los papeles que sabe de memoria para su mujer y sus hijos como público preferencial.
Para ganarse la vida, se desempeña como “especialista en dificultades del habla (o de la voz, de la palabra – he allí el sutil equívoco que el inglés nos regala)”, profesión que ejerce con gran dedicación y destreza, aptitudes que le valen el reconocimiento de pares con mayor formación y credenciales que él. Sin ir más lejos, la presidenta de la Asociación de Fonoaudiología es quien lo refiere ante el Príncipe.
En efecto, quizás uno podría aventurar la hipótesis de que, en un nivel inconsciente, Albert siente cierta envidia por la vida de Lionel. Algo de esa índole pareciera expresar cuando, aprontándose a contarle un cuento a sus hijas, fantasea en voz alta: “- ¡Qué lindo sería poder escapar!”. Cabe señalar, por cierto, que su tartamudez -muy presente en todos sus compromisos reales- prácticamente no se manifiesta o se reduce notablemente en el trato familiar con su mujer y sus hijas.
De la omnipotencia a la impotencia
¿Quién Albert, pues? Uno que siente que no está a la altura de su significante. Y esta frustración de la que se encuentra preso lo conduce, con frecuencia, a desquitarse con los demás. Albert se posiciona en el lugar del damnificado, del perjudicado, del niño malcriado que, desde su omnipotencia, se siente con derecho a hacer berrinches y pataletas.
Así busca resarcirse del dolor que siente que el mundo le ha ocasionado: constituyéndose en una excepción para infligir dolor a los demás. Su manera de sentir podría expresarse con las siguientes palabras: – Dado que a mí me arruinaron la vida, yo uso el poder que tengo para arruinársela a los demás. Ya que a mí todo el mundo me mandonea, yo me siento con el derecho de mandonear a los demás. ¡Después de todo, para algo soy el príncipe!
Albert llega a la consulta atravesado por este conflicto entre la omnipotencia y la impotencia, entre ser amo y esclavo, preguntándose quién cornos sería ese loco que no aceptó ir al Palacio de Buckingham y que los recibe en su modesto despacho como a cualquier hijo de vecino. Si bien Albert llega a esa primera consulta lleno de dudas, de desesperanza y de resistencias, no hemos de soslayar que para ir a ver a Lionel ha debido salir primero del Palacio y eso no es un asunto menor. Lacan planteó muy bien esta dicotomía cuando los activistas del Mayo Francés interrumpieron su Seminario en el `68: para salir es necesario entrar y para entrar, hay que salir.
Pronto aprenderá que este lugar temido, el hecho de ser “cualquier hijo de vecino” (un hombre castrado, a fin de cuentas) no está tan mal. Es más, es algo que aliviana enormemente el peso que recae sobre sus hombros. Y me parece que la primera gran intervención de Lionel –llamar “Bertie” a Albert- da en el blanco por dos motivos: en primer lugar porque lo interpela respecto de su posición infantil, caprichosa, y por otro lado, porque lo humaniza, algo que Albert reconoce de inmediato: – Así me llama mi familia.
Cuando llega a ver a Lionel, “Bertie” todavía no es “Albert” y pasará todavía un tiempo considerable hasta que se convierta en “el Rey”. Lionel sanciona esta complejidad que percibe en la crisis vital de Albert mas no como alguien que juzga o reprueba una actitud, sino desde el lugar de quien comprende las guerras internas que está librando quien tiene enfrente.
Encuadre y psicopatología
Hablábamos anteriormente del anudamiento entre el encuadre y la psicopatología. Y es que prácticamente todos los aspectos centrales del encuadre están abordados en el film: frecuencia, honorarios, modalidad de trabajo…y es el establecimiento de un encuadre sano lo que hace que el Rey se ponga a trabajar para el restablecimiento de su salud. Lionel es en todo momento franco y directo a este respecto: le transmite a su paciente de qué manera que será capaz de ayudarlo.
-“No exceptions”, le señala Lionel a Albert cada vez que busca obtener una “ventaja” que a la larga lo perjudicará. En efecto, hay toda una serie de límites que Lionel construye frente a la posición omnipotente del Rey y que resultan vitales para su restablecimiento. En cada uno de estos límites, Lionel está dispuesto a perderlo como paciente:
– “El Chelín que me adeuda, me lo debe pagar…si Ud. lleva o no dinero encima, no es mi problema”.
– “Aquí no tiene permitido fumar”.
– “Me verá todos los días”.
Pareciera, en este sentido, transmitirle a Albert: –¿Te gustaría que las cosas fuesen de otra manera? Al significante le da exactamente igual lo que tú pienses. ¿Qué harás con eso? ¿Seguirás renegando de tus significantes? ¿Harás uso de ellos cuando te convenga? ¿Te quejarás como un niño caprichoso y te pondrás en el lugar de víctima?
Otro ángulo desde el cual abordar esta encrucijada sería: si Albert quiere ser Rey, se tiene que sujetar a la ley lo cual equivale a reconocer el orden simbólico que quiso que eso sea así para él. Por el contrario, si él cree que ES rey y que, en tanto que ES rey, los otros tienen que hacer lo que él diga, allí es donde la amenaza de volverse loco, uno podría conjeturar, lo deja sin palabras, “speechless”, fuera-de-discurso.
Quizá podríamos ubicar el horizonte de toda cura psicoanalítica en el hecho de lograr una sujeción más amable y menos mortificante a la dimensión real de los propios significantes. Esto sólo se puede conseguir, para empezar, si el sujeto deja de vivenciar el encuadre (representante de los propios significantes) como una imposición malintencionada que recae exclusivamente sobre él.
¿Cómo se llega a ser quien se es?
Albert encuentra en Lionel ni más ni menos que un amigo, un vínculo que dentro del contexto en el cual él había crecido (“entre algodones”, como suele decirse) le había costado construir. Es a partir de esta nueva amistad que Albert puede amigarse consigo mismo, con el destino que le tocó en suerte, esto es, con esa serie de significantes paradojales que convivían en él, hasta entonces, de una manera tan turbulenta y conflictiva: “Bertie” (Albertito) / “Boy” (el niño) / El hijo menor / El más valiente / El Príncipe / Su majestad el Rey de Inglaterra…
La encrucijada de Lionel como psicoterapeuta también está clara: si quiere que el Rey hable, primero ha de lograr hacer hablar a Bertie, y para que hable Bertie hace falta instituir en el vínculo terapéutico esa ley que trasciende a la Corona británica y a cualquier poder: la ley que el significante en tanto marca indeleble del deseo del Otro imprime sobre cada sujeto. Es esto lo que nos enseña Freud a partir del establecimiento de la regla psicoanalítica fundamental: si deseamos lograr una mejor con-vivencia con los otros y con nosotros mismos, primeramente hemos de restituir el valor de la palabra a nuestra condición de sujetos.
Así, se logra dar a cada uno lo suyo: los temores, las heridas y los duelos de la infancia pueden ser escuchados, reconocidos y aceptados en la consciencia sin esa necesidad imperiosa de transferirse al aquí y ahora de un hombre adulto que tiene compromisos por asumir y serias cuestiones por resolver. Por otra parte, este hombre adulto, futuro Rey de Inglaterra tiene encrucijadas y dilemas que le son propios, que son actuales, que debe afrontar con entereza y que no pueden dilatarse demasiado ni estar, a perpetuidad, obstaculizados por sus angustias y fantasmas irresueltos.
Como un buen psicoanalista, Lionel no niega el encuadre ni el orden significante. Tampoco sostiene que el sujeto se reduzca a eso, negando la novedad, lo no dicho, lo que aún estando formulado no es formulable (en otras palabras: el deseo). El psicoanálisis reconoce ambas dimensiones como irreductibles y constitutivas de nuestra subjetividad y establece que el gran desafío para cada sujeto reside en alcanzar una coexistencia entre estas dimensiones que sea lo más creativa, lo más productiva, lo más sublimada…lo más humanizada posible.
Frente a la imposible realización del principio del placer, recurrimos pues a la “solución” propuesta por Freud en el Malestar en la Cultura, cuando -parafraseando a Federico el Grande- afirma que “cada quien tiene que ensayar por sí mismo la manera en que puede alcanzar la bienaventuranza”.
Al ir a verlo al Palacio, los terapeutas con credenciales se entregaban y, sobre todo, entregaban a Albert a ese encuadre enfermo que era, en definitiva, lo que lo enfermaba. A partir de su trabajo con Lionel, Albert puede experimentar un nuevo encuadre, más saludable, e introyectarlo. Gracias al ingenio, a la inventiva, a cierto desparpajo en Lionel pero sobre todo a su posición deseante y decidida, pueden convivir en armonía y llegar a un acuerdo “Bertie” y el Rey Jorge II. Así puede Albert llegar a ser quien es.
POR GUILLERMO MIATELLO, * PSICÓLOGO COLEGIADO EN EL COLEGIO OFICIAL DE PSICÓLOGOS DE MADRID M-36994 / GRADO EN PSICOLOGÍA UNED (ESPAÑA) / LICENCIATURA EN PSICOLOGÍA (U.N.C., CÓRDOBA, ARGENTINA) / MAGISTER EN PSICOANÁLISIS (U.B.A., BUENOS AIRES, ARGENTINA)
Si quieres conocer más acerca de nuestra Oferta Formativa, la cual incluye Cursos de Formación en Psicoanálisis Online, el Master en Teoría y Técnica Psicoanalítica (Madrid) y Grupos de Estudio en Psicoanálisis, ingresa al siguiente enlace: Academia de Psicoanálisis – Centro de Estudios Freudianos
Deja tu comentario usando tu cuenta de facebook