Gente como uno – Ordinary People: Una lectura psicoanalítica

Índice

Antes de comenzar este artículo, cabe hacer mención al manifiesto desacuerdo que tenía S. Freud con respecto a las representaciones cinematográficas de la terapia psicoanalítica. Éstas, inevitablemente, tienden a ser reduccionistas. Una terapia psicoanalítica es un proceso arduo, laborioso y repleto de matices. Este recorrido involucra idas, vueltas, avances, retrocesos y tiene una complejidad tal que sería imposible resumirlo en las dos horas que suele durar un film o en el análisis que pueda hacerse de éste a posteriori. En la enorme mayoría de los casos, el arte cinematográfico tiene por fin último entretener y con miras a este fin se suele recurrir a concesiones o simplificaciones orientadas a salvar el show a costa de la verdad o el rigor, en lo que podríamos considerar una suerte de profanación de nuestra profesión.

Sin embargo, si nuestro interés no excede el propósito de echar luz sobre algunos conceptos puntuales, ciertas obras de arte pueden resultar sumamente útiles y esclarecedoras. Esto será así, siempre y cuando las abordemos con cierta reserva, sin caer en la ilusión de que es posible aprender psicoanálisis sólo a través del cine. El objetivo de este artículo es, pues, situar, a través de lo que considero una obra de arte relevante para la cultura, algunas cuestiones muy presentes en la clínica psicoanalítica de las neurosis y psicosis, tanto desde el plano que hace a la constitución de la urdimbre psicopatológica como respecto de su posible abordaje terapéutico. Gente como uno – Ordinary People presenta la particularidad de abordar de muy buena manera ambas dimensiones.

Una familia en franco derrumbe

El film Gente como uno (Ordinary People, 1980) narra las vicisitudes de una familia de clase alta estadounidense. Los Jarrett (Beth, Colin y Conrad) parecen vivir, en lo que a su realidad material se refiere, una situación idílica, acorde con los ideales del sueño americano. Sin embargo, en lo que respecta al plano afectivo, el grupo atraviesa una grave crisis que amenaza con llevarlo al ocaso y a su eventual descomposición.

Algo que llama la atención desde un inicio es la lectura psicoanalítica que se hace de los conflictos: es la dinámica negada de los vínculos, especialmente aquellos relacionados con el complejo de Edipo, la que determina de manera silenciosa, aunque efectiva, las problemáticas visibles en la salud psíquica de cada uno de los protagonistas.

El suceso que desencadena la serie de eventos que dan lugar a la historia narrada en el film es el reciente regreso a casa de Conrad, un joven de unos dieciocho años que fue recientemente hospitalizado luego de intentar acabar con su vida.

Conrad es un muchacho inteligente, sensible y cariñoso, que ha sido testigo de la trágica muerte de su hermano mayor, Buck, durante una excursión de ambos en alta mar. Sin embargo, lo más relevante para la evolución de la situación no es el hecho traumático en sí, sino la historización que la familia (y en particular Beth, la madre de Conrad) parece haber hecho de la muerte de Buck.

Buck, el hijo mayor, era una especie de Adonis: popular, carismático y seguro de sí mismo. Los flashbacks nos revelan que era, sin lugar a dudas, el favorito de la madre, con quien ella realmente “conectaba” y compartía risas, incluso más que con Calvin, su propio marido, como dejará entrever más adelante el Dr. Berger en una de sus agudas intervenciones[1].

La dolorosa pérdida de Buck deja profundas secuelas en la familia y pone en evidencia la particular distribución de los lugares simbólicos dentro de la trama familiar, lo cual, como veremos, tendrá serias consecuencias para cada uno de los protagonistas.

Frío-calor

En la quinta de sus Conferencias introductorias, Freud nos enseña que los síntomas “no pueden disolverse ni transformarse en otros productos psíquicos más que a la elevada temperatura de la transferencia” [2] (en otras traducciones se habla del “calor hirviente” –Siedehitze– de la transferencia) y que es allí, en el campo de la transferencia, donde se libran las batallas decisivas por la recuperación de la salud psíquica.[3]

En este sentido, aconseja al analista concentrar toda la libido del paciente en la transferencia y liberarlo de sus represiones mediante el análisis de sus relaciones psíquicas con el analista. Si esto se logra, el paciente queda libre de sus represiones en sus demás relaciones al finalizar el análisis[4].

Retomando los planteos de Freud, el psicoanalista H. Racker nos invita a destituir una comprensión errónea que se implantó durante mucho tiempo y de manera hegemónica en la comunidad psicoanalítica para hacer prevalecer el supuesto valor de la neutralidad analítica

El consejo de que el analista debe ser sólo “espejo” [5] ha sido a veces llevado a un extremo. Freud da este consejo en oposición a la costumbre de algunos analistas de aquella época de contar hechos de su propia vida a los analizandos. “Sea espejo” significaba, pues, háblele al analizado sólo de él. Pero no significaba: deja de ser carne y hueso y conviértete en vidrio, cubierto de nitrato de plata. La intención positiva de no mostrar más de lo imprescindible de la propia persona –indicada por el análisis de la transferencia- no tiene que ser llevada tan lejos como para negar ante el analizado (o aun impedir) el interés y el afecto del analista, por él. Pues sólo Eros puede originar Eros. [6]

Existen numerosos testimonios de analizantes de Lacan que lo describen como alguien que, a pesar de la fama que le han atribuido muchos, sí tomaba en cuenta los afectos. En una entrevista con Alain Didier-Weill recogida en el libro Quartier Lacan, se le planteó la siguiente pregunta:

  • ¿Podrías evocar el recuerdo que conservas de tu encuentro con Lacan?
  • Hoy sé que hay una cantidad enorme de gente que fracasa en su análisis, sea porque no lo empiezan nunca, sea porque se malogra rápidamente por no encontrar espacio para hablar. Cuando encontré a Lacan en 1948 supe que encontraría con él una salida mucho más interesante que con los otros analistas de la sociedad parisina que había conocido. Estos eran muy amables y capaces de sentir compasión por mí, que estaba en una situación muy difícil. Pero en esencia se interesaban por admitirme, o no, como candidato a un análisis didáctico. En comparación con ellos diría que Lacan no pensaba en mi persona llena de dificultades o de esperanzas; sólo se interesaba por lo que yo decía. Así que empecé con él. Por entonces tuvieron que internarme. Y vino a verme al hospital, quizás unas veinte veces, para hacer las sesiones. Debo decir que en la época esa actitud no me asombró, porque no tenía un modelo que me dijera cómo debía actuar o no un analista. Desde luego, no era una actitud corriente, pero Lacan era así. Hay montones de cosas de ese tipo que hizo a lo largo de su vida, muy diferentes de la imagen que suele darse de él. [7]

Como bien lo sitúa Didier-Weill, el deseo del analista supone un altísimo grado de implicación en el sufrimiento del otro, pero no desde el lugar de la preocupación del benefactor o del buen samaritano que abriga buenas intenciones para con su paciente, lo cual entraría dentro del campo del tan mentado y contraindicado furor curandis, sino a partir de un compromiso ético inquebrantable con la función y el lugar que se encarna.

El devenir psicoanalista es una decisión de vida que conlleva poner el cuerpo al dolor del otro, advertido de que no se puede salvarlo omnipotentemente (al contrario de lo que al fantasma sacrificial enquistado en la neurosis le gustaría creer) así como reconocer que ese otro que está en frente y sufre no es tan alter como a la comodidad del ego le gustaría creer.

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El vínculo materno filial… y lo que instituye la transferencia

El rasgo más saliente que Conrad recibe de su madre es su cruda frialdad, su distancia afectiva, que contrasta a todas luces con la actitud amorosa que un hijo espera y necesita de su madre. La actitud de Beth hacia Conrad es reveladora de una profunda desconexión emocional, que bordea la crueldad.

Conrad le dirá a su analista, el Dr. Berger, que “no puede conectar con ella” y que siente que ella lo odia. Su comportamiento, junto con su lenguaje corporal, expresa una frialdad estremecedora hacia su hijo, como se evidencia en su indiferencia cuando Conrad no tiene apetito: “-Si no tiene hambre, no tiene hambre”.

Esta posición subjetiva tan particular, lejos de interesarse por el bienestar del hijo, aplasta el deseo, sin dar lugar a la metáfora ni a la pregunta crucial: –¿qué le pasa al hijo que no quiere comer? a la vez que resuena en el hijo como un deseo mortífero que se materializa en el acto cruento de tirar la french toast, el desayuno preferido Conrad, por el resumidero.

La actitud de Beth se repite cuando Calvin le expresa que su hijo siente que ella lo odia. Para defenderse de la acusación, Beth no habla de la relación particular de ella con su hijo, sino que se limita a expresar una supuesta verdad universal, impersonal, desprovista de toda traza de subjetividad: – “¿Estás loco? ¡Las madres no odian a sus hijos!”.

Otro momento revelador ocurre cuando Beth rechaza tomarse una fotografía a solas con Conrad, un acto que, como es esperable, su hijo percibe como una negación simbólica de su existencia. El grito vehemente de Conrad (“-¡Dale la maldita cámara!”) supone un intento desesperado por descargar la tensión por la violencia de esta situación, en la que se lo incluye de manera forzada.

La crueldad de la madre y la ingenuidad del padre (quien, más allá de sus buenas intenciones, según señala Conrad, “no ve las cosas”) se juegan en el marco de la hipocresía y los buenos modales de la alta sociedad, de modo que el hijo queda nuevamente marcado como el “loco”, el que no encaja en el mundo de apariencias que su madre defiende con tanto ahínco.

Conrad le expresa a Berger con elocuencia la superficialidad del vínculo con su madre, resumido en una serie de órdenes vacías: “-Limpia tu habitación, lávate los dientes, obtén buenas notas, nanana”. Así, se ubica a sí mismo como el destinatario de un mensaje fuertemente ambivalente, lo que resulta en un cóctel explosivo compuesto por dos elementos que no pocas veces aparecen juntos en la clínica: exigencias superyoicas desmedidas y falta de amor.

Frente a este frío, que constituye un núcleo traumático para Conrad, el calor que el Dr. Berger introduce desde el inicio en la relación transferencial resulta decisivo para el devenir favorable del trabajo terapéutico. Este “calor” presenta la particularidad de operar eficazmente en dos niveles.

Por un lado, tiene un valor en sí mismo como actualización desplazada del conflicto psíquico inconsciente, haciendo lugar a la neurosis de transferencia. Por otra parte, actúa como una vivencia que contrasta drásticamente con la frialdad de la madre, mostrando a Conrad en acto la existencia otra clase de vínculos, en los cuales la dependencia constitutiva de todo ser hablante no es vivenciada de manera tortuosa ni exageradamente defensiva, sino celebrada en actitudes de calidez y autenticidad.

Enérgico y decidido, el Dr. Berger no duda en atender a su paciente a deshoras cuando éste cae presa de una terrible angustia al enterarse del suicidio de su amiga, hecho que reaviva los sentimientos de culpa ligados a la muerte del hermano. En el transcurso de este episodio de extrema vulnerabilidad para Conrad, Berger no duda en darle un abrazo mientras le afirma, con total seguridad: “- Soy tu amigo, puedes contar con ello…”.

Si bien esta intervención podría, desde un enfoque ortodoxo,  leerse como una ruptura del encuadre o una violación de la regla de abstinencia, considero que sólo un acto así de firme, decidido y “jugado” por parte del analista podía constituir un límite real a sintomatología desencadenada: angustia por la culpa y duda obsesiva ilimitada.

Berger, un psicoanalista en toda regla

El hecho de que la figura del terapeuta esté encarnada por un psiquiatra posiblemente se deba a la importancia cultural de esta figura en EEUU. No obstante, hay una serie de elementos que nos hacen pensar en el Dr. Berger como alguien que adopta una escucha y una modalidad de intervención propiamente psicoanalítica.

Además del mencionado énfasis puesto en el amor de transferencia, otro de estos elementos es su autenticidad. Esta autenticidad, reivindicada en repetidas ocasiones por Freud, es clave en la relación terapéutica. El Dr. Berger es claro en las reglas del encuadre y cada una de ellas es explicitada a su paciente: honorarios, frecuencia de las sesiones y duración de éstas -no necesariamente en términos de cronología sino de puntuación-.

De su gran amor por la profesión se desprende el enorme valor del consultorio en la trama del film. Se trata de un lugar modesto, poco iluminado y con las paredes algo despintadas. Falla la calefacción y el tocadiscos se encuentra averiado. Sin embargo, el clima emocional que transmiten las escenas allí rodadas nos hablan de una suerte de templo sagrado en el cual cada silencio y cada palabra son cruciales a la hora de hacer emerger la verdad del sujeto.

La contrapartida está representada por las fiestas de la alta sociedad a las que Beth y Calvin asisten con asiduidad. Todas ellas transcurren en casas de revista, impecablemente decoradas e iluminadas. Mientras se oyen risas, bullicio y el tintinear de las copas, la cámara se mueve de un lugar a otro permanentemente “saltando” de conversación en conversación. Pareciera que pasa mucho, pero en realidad no pasa nada: estas charlas no versan sobre nada significativo sino que en todos los casos se trata de mantener las apariencias, posar para la cámara y ocultar la propia subjetividad.

Tratándose de grupo de familias exitosas y muy bien posicionadas en el plano social, el “combo” no quedaría completo sin un estricto apego a la moral religiosa, representado por los coros angelicales que dan inicio al film y sin el imperativo de llevar adelante un estilo de vida saludable, como se evidencia en la tediosa insistencia por parte de los padres para que Conrad practique natación independientemente de que tenga o no el deseo de hacerlo.

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Síntoma y carácter

Tan excluido se siente Conrad en este ambiente, tan apartado de la verdad de su deseo, que llega a añorar la vida en el hospital. Según él, al menos allí “nadie ocultaba nada”. No obstante, el precio por esa autenticidad dentro del hospital, entre medicación y electroshocks, parece exageradamente alto y no menos cruel que el infierno que le toca enfrentar en su hogar familiar.

Calvin, por su parte, también podrá hacerse algunas preguntas a partir de la situación de su hijo (– “¿A qué estamos jugando?, no sé quién eres”, le preguntará a Beth hacia el final del film). Sin embargo, necesitará tiempo y deberá atravesar no pocas resistencias antes de hacer consciente que el mundo idílico en el que vive es una mera ficción.

Sus síntomas pueden leerse como intentos repetidos de escapar de esta trama asfixiante. Para descontento de Beth, en ocasiones bebe en exceso y seduce a otras mujeres –con quienes, dicho sea de paso, se muestra relajado y divertido-. En otras circunstancias, se despersonaliza durante conversaciones con colegas, y en una ocasión incluso lo vemos desplomarse y perder la consciencia mientras realiza su rutina de jogging diaria.

Recordando los ataques de ansiedad que ha sufrido Conrad, estos indicios nos conducen a ubicarlo presuntivamente tanto a él como a su padre, Calvin, en el plano del síntoma y por ende en una relación más directa con la castración y la ley del deseo. En contraste, Beth (madre) y Buck (hijo mayor) podrían situarse en el plano de las caracteropatías y los desórdenes de índole narcisista, donde lo que se manifiesta no es el síntoma (que requiere una elaboración, un trabajo del inconsciente) sino más bien una expresión directa e indomeñada de la pulsión de muerte.

Esta hipótesis se alinearía con la interpretación que Berger le formula a Conrad a partir de la cual se pone de manifiesto la fortaleza del débil, del castrado, del vulnerable en contrapartida con la debilidad de quien se muestra exento de carencia, de síntomas, de “locura”.

La intervención que realiza Berger en este sentido (“¿Has considerado, tal vez, que eres más fuerte de lo que él era?”) resulta crucial, ya que agujerea su fantasma e introduce una idea hasta entonces impensable. Buck, su hermano mayor, estaba dotado de todos los valores narcisistas exaltados que lo convertían en alguien valioso a los ojos de la madre. Él se sentía, por el contrario, inseguro, temeroso y frágil.

Sin embargo, el análisis posibilita la aparición de una pieza de verdad histórica que ya no se puede soslayar: durante la deriva de la embarcación que ambos compartían, Conrad -el supuesto hermano débil- se aferró al barco, mantuvo su esperanza en pie y se sujetó a la vida, mientras que su hermano no.

Advertir esto le producirá una profunda conmoción y lo llevará a resignificar la culpa por haber quedado vivo -tal parece ser el lugar en que es ubicado por el deseo materno- como responsabilidad emergente de su deseo de vivir.

Gente como uno – Ordinary People y los deseos filicidas

La cuestión del filicidio, explorada extensamente por Arnaldo Raskovsky, ofrece una lente crítica para analizar las dinámicas familiares en Ordinary People. Raskovsky argumenta que el filicidio, en sus diversas formas, es un tema que suscita resistencias debido a su universalidad, sugiriendo que la sociedad misma es filicida en su estructura, como lo demuestran los sacrificios filiales en los mitos y en la historia.

El sacrificio filial es una exigencia que aparece en los mitos básicos-originarios de todas las culturas, lo que demuestra su antigüedad así como el hecho de que el inconsciente colectivo del hombre ha heredado un mandato filicida ancestral. Sin embargo…“hay grandes sectores de población que quieren negar toda su acción agresiva para con los hijos”[8]. Esta idea, trasladada al análisis de la familia retratada en el film, revela la dimensión oculta de la violencia parental, particularmente en la figura de Beth.

Beth puede ser vista como un arquetipo de la madre que ejerce un control mortificante sobre su hijo, lo que resuena con las formas encubiertas de filicidio que menciona Raskovsky, como la denigración y la negligencia emocional. Su incapacidad para conectar emocionalmente con Conrad, junto con su represión de cualquier signo de debilidad o sufrimiento podrían interpretarse como una forma de rechazo que, sin ser físicamente violento, tiene un impacto profundamente destructivo en el psiquismo de su hijo.

Quizás un paso decisivo en el análisis de esta problemática, tomando en consideración los aportes de J. Lacan a la doctrina fundada por Freud, tenga que ver con el hecho de considerar ya no la fantasía filicida en su dimensión imaginaria, sino el correlato filicida que se desprende necesariamente de la asunción de la parentalidad en ciertas estructuras clínicas no necesariamente psicóticas, aunque con aspectos narcisistas muy marcados.

Procedo a ampliar mi hipótesis: para que el hijo encuentre un lugar en el orden simbólico, su subjetividad ha de resonar con algo del orden del deseo del Otro. En algún punto ese hijo tiene que sentir que viene a ocupar un lugar -aunque enigmático- para el deseo del Otro, deseo que buscará interpretar a través de su fantasma mediante la pregunta puesta de relieve por Lacan: ¿Qué me quiere el Otro?

Ahora bien ¿Qué pasa cuando no hay en los padres esa referencia simbólica, no hay el correlato con un deseo inconsciente sino que lo que aparece en ese lugar es un vacío? Más aún ¿qué ocurre cuando la misma posición deseante por parte de los padres los remite a un agujero, a un punto oscuro de su propia estructura psíquica y por ende de su relación con el Otro?

En su texto “Acerca de una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” (1958), Lacan introduce una noción clave sobre la estructura familiar: la importancia de las tres generaciones para la constitución del sujeto, estableciendo que la inscripción de éste en el orden simbólico no ocurre de forma directa, sino a través de una trama intergeneracional. Al destacar la importancia de la transmisión del deseo inconsciente a lo largo del linaje familiar, Lacan “des-subjetiva” el deseo y relativiza la soldadura entre los efectos del significante y los personajes aleatorios que ocupan el lugar de padres.

Partiendo de su razonamiento, puede ocurrir que aquello del deseo inconsciente que es fundamento de la existencia del hijo sea negado sistemáticamente por el discurso de los padres, punto en el que el hijo –en tanto efecto de un deseo no reconocido- queda entregado a las manifestaciones más crudas y no ligadas de la pulsión: hostilidad, rivalidad, celos, etc.

Si ese deseo al cual sujetarse no es lo suficientemente fuerte, o no está sostenido “por un Otro con nombre y apellido” que se haga cargo de este deseo[9] no sería raro que el hijo llegue a percibir su propia existencia como una carga o error, como le sucede a Conrad.

Desde esta perspectiva el filicidio podría plantearse como una fantasía que tendría una función muy particular, en tanto estaría orientada a localizar, a precisar, a circunscribir algo del orden del deseo del Otro que, dada la posición forclusiva y renegatoria por parte del Otro materno, rehúsa su inscripción, traduciéndose como un puro goce. Siguiendo la máxima de Lacan, cuanto no se inscribe de la castración en el orden de lo simbólico retorna como real (en el sacrificio del hijo).

Esta ofrenda a un deseo filicida puede entenderse, pues, como una suerte de última trinchera destinada a no “dejarse caer” del deseo del Otro, es decir, una defensa frente al horror de la psicosis y la imagen de un Otro que goza sin límites. A través de un pasaje al acto, como el suicidio o la autolesión, el sujeto intentaría satisfacer, incluso al costo de su propia destrucción, algo del deseo del Otro, canalizando ese deseo a través del fantasma.

En este proceso, el sujeto asume todo el peso del deseo ajeno, como en una forma de sacrificio cristiano, donde la culpa recae sobre el propio pecho en un intento desesperado por mantener un lazo con el Otro, incluso si esto implica su propia aniquilación. Volverse objeto es, en parte, advenir como sujeto.[10] Esto resuena a un destino posible de la corriente libidinal resaltada por Freud sobre el final de El problema económico del masoquismo (1924).

Así, el masoquismo moral pasa a ser el testimonio clásico de la existencia de la mezcla de pulsiones. Su peligrosidad se debe a que desciende de la pulsión de muerte, corresponde a aquel sector de ella que se ha sustraído a su vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Pero como, por otra parte, tiene el valor psíquico {Bedeutung} de un componente erótico, ni aun la autodestrucción de la persona puede producirse sin satisfacción libidinosa. [11]

La relación con dos historiales psicoanalíticos

Sin entrar en el terreno de las comparaciones u olvidando el valor fundamental del caso por caso, quisiera señalar –con el fin de proponer una posible línea para investigaciones futuras- algunos puntos de convergencia entre los fenómenos descritos como parte de esta historia de ficción y  dos casos célebres en la historia del psicoanálisis, como lo son “El Hombre de los Lobos” y “La Joven Homosexual”. También en estos historiales vemos que la relación problemática con el deseo materno juega un papel central en las manifestaciones de autodestrucción en los hijos.

En el caso de Sergei Pankejeff, sabemos que la posición de Freud siempre fue contraria a su regreso a Rusia. Como fundamento de dicha postura, que hizo que Sergei estuviera –a pesar de su cuantiosa herencia- ligado de por vida a subsistir humildemente gracias a las colectas de la IPA en Viena, siempre se planteó la cuestión de la guerra. Pero no olvidemos que la hermana mayor de Sergei había tenido un trágico desenlace, suicidándose en la cúspide de su juventud[12] y que este hecho traumático había sido enérgicamente reprimido y silenciado por todo el entorno familiar, incluido el propio Sergei.

El caso de Sidonie Csillag (para utilizar el seudónimo asignado por las dos periodistas que escribieron su biografía –Ines Rieder y Diana Voigt- ya que el nombre de esta mujer nunca se conoció) es lo suficientemente complejo y apasionante como para ameritar un estudio específico. No obstante, cabe señalar que la ruptura del lazo amoroso era un rasgo central de su vínculo con la madre.

En su autobiografía, Sidonie -quien, antes de ir a visitar a Freud se arrojó a las vías del ferrocarril metropolitano en un intento de suicidio “indudablemente real”[13]– describe a su madre como una mujer “narcisista”, preocupada en extremo por su autoimagen. También la señala como una mujer nerviosa e insatisfecha “carente de cualidades humanas” y que se mostraba apática para con sus hijos, haciéndoles sentir, cuando pasaba tiempo con ellos, que preferiría estar haciendo otra cosa.

Sus padres viven en otro mundo, que es riguroso y remoto. Sólo se les puede dirigir la palabra cuando ellos preguntan algo, sólo se puede comer en la mesa con ellos si los modales son perfectos, no se puede reír, no se puede hacer ruido, no se puede corretear. Eso sólo es posible cuando los padres están fuera de la casa. Entonces, hasta los criados –que parecen ser los únicos adultos con vida en la casa– aprovechan para hacer una pausa y retozan un poco con los chicos. Porque, si eso sucede en su presencia, el padre dice que hacen “tanto ruido que parece un colegio judío”, y eso es lo peor que existe en la imaginación de Sidi, y hace agachar la cabeza, confundidos, a ella y a sus hermanos, y vuelve a producir silencio de inmediato.[14]

Deseo cerrar este breve paréntesis citando un recuerdo recogido de las entrevistas a Sidonie que me hizo pensar en algunas de las actitudes vistas en Beth hacia Conrad. Lo que me llama la atención de ambos casos no es sólo la crueldad y el desprecio hacia el hijo sino, fundamentalmente, cierta actitud de perplejidad y extrañamiento hacia éste. Una radical enajenación y desconocimiento del lazo materno-filial que el hijo percibe, como es de esperarse, como una anulación simbólica de la propia existencia.

El año pasado había sucedido algo terriblemente humillante. Una vez, acompañó nuevamente a su madre a uno de estos tratamientos, esta vez en el Semmering. Lo había indicado el doctor, como todos los años, porque su madre, con frecuencia, está tan terriblemente nerviosa e insatisfecha, y además le entran los miedos más absurdos, de ladrones, incendios, inundaciones… Casi no hay nada que no le resulte amenazador. El caso es que habían ido al Semmering. El padre se había quedado en Viena por motivos de negocios. Y en esas estadías, su madre se transforma, de ser una mujer temerosa y reacia al contacto social, en una vampiresa. Flirtea y coquetea tanto que su hija se consume en vergüenza ajena y repugnancia.

Los hombres revolotean alrededor de la madre como polillas. Ella prefiere no saber con exactitud lo que hace con ellos. Sea como fuere, merienda, cena y se pasea con sus pretendientes, como si fuera libre y no estuviera casada. Y entonces sucedió que a un hombre, al que Sidonie le pareció bonita y correcta y que quiso hacerle un cumplido a la madre por su hija tan bien educada, le dijo que no era su hija sino la de una conocida de ella. Simplemente había renegado de ella para parecer más joven, para retirar el interés del hombre de su hija, para privarla de influencia.[15]

Podemos dar todavía un paso más en la comprensión de este tema si tenemos en cuenta el siguiente dato: tanto los suicidios consumados de Anna Pankejeff (hermana de Sergei) y de Buck, como los intentos “indudablemente reales” de Conrad y de Sidonie, se producen entre la adolescencia y la juventud.

Este hecho no es menor y aporta, quizás, una valiosa pista a nuestra investigación. Tiene que ver con que el problema de la parentalidad “borderline” se desencadena no ante el nacimiento del hijo, sino ante el pasaje de éste hacia la asunción de una posición sexuada. El verdadero punto de quiebre, eso que podríamos llamar “lo inasimilable en términos de estructura”, que termina convirtiéndose en estrago para el hijo se produce ante el hecho simbólico que ubica a ese niño/niña como un hombre o como una mujer.

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La destitución del sentido

Berger es un firme creyente en el inconsciente. Aunque se presenta como psiquiatra, cree en la interpretación de los sueños, se rehúsa a medicar a su paciente cuando éste lo solicita y sostiene la praxis más allá de cualquier ideal terapéutico de cura. Esto queda claro en dos diálogos del film:

  • Calvin: – No creo en la psiquiatría como panacea
  • Berger: – Tampoco yo

(…)

  • Conrad: – Se supone que con la terapia debería sentirme mejor, ¿no es cierto?
  • Berger: No necesariamente.

¡Por supuesto! El encuentro con el propio deseo puede -y suele- generar angustia.

Quienes en tanto analistas, seguimos las recomendaciones de Freud y de Lacan de no precipitarnos a comprender, sabemos que alojar los dichos del paciente sin más no es tarea sencilla.

  • Uno le dice (al paciente): «Antes que yo pueda decirle algo, es preciso que haya averiguado mucho sobre usted; cuénteme, por favor, lo que sepa de usted mismo». [16]
  • Comiencen por creer que no comprenden. Partan de la idea del malentendido fundamental. Esta es una disposición primera, sin la cual no existe verdaderamente ninguna razón para que no comprenderán todo y cualquier cosa. [17]

Hacer lugar a estas recomendaciones supone, entre otras cosas, considerar la transferencia como un fenómeno complejo, que nunca se manifiesta de manera lineal o unidimensional sino que en ocasiones puede albergar tonos de hostilidad, resistencia, erotismo, etc. sin que ello necesariamente redunde en un obstáculo para el tratamiento.

Para poder hacer un uso proteico este “genuino resorte”[18] que la clínica nos brinda, es vital que el analista se abstenga de reaccionar de manera taliónica ante las variadas manifestaciones del paciente en este sentido. Por ejemplo, cuando Conrad expresa: “- – No me gusta estar aquí, no me gusta estar aquí en absoluto”, Berger responde con tranquilidad un simple – OK. Simplemente asiente y da espacio para que la expresión de su paciente sea escuchada y registrada sin intentar modificarla, comprenderla o reaccionar a ella de manera precipitada.

Recordemos que la regla de abstinencia freudiana, malentendida muchas veces como “neutralidad analítica” (un imposible, como bien lo demostró Lacan) implica que el analista no debe satisfacer las demandas pulsionales o deseos transferenciales del paciente, con el fin de permitir que estos deseos se hagan conscientes y puedan ser trabajados en el análisis.

Es para destacar, asimismo, el hecho de que las intervenciones de Berger nunca apuntan a añadir sentido, sino más bien a sustraerlo, operación para la cual se sirve de múltiples recursos como la pregunta, la ironía, el chiste o el absurdo. Ejemplo de ello es cuando le dice a Conrad, sarcásticamente: “- A diferencia de tu madre, a tu padre sí le importas, pero él se equivoca porque tiene mal gusto…”.

En El chiste y su relación con lo inconsciente, un texto clave de la bibliografía psicoanalítica y cuya importancia es muchas veces pasada por alto, Freud nos enseña que “la técnica de los chistes disparatados (…) consiste en la presentación de algo tonto, disparatado, cuyo sentido es la ilustración, la figuración de alguna otra cosa tonta y disparatada” [19].

En este caso, el disparate se pone al servicio de la interpretación psicoanalítica para “hablarle al inconsciente” de Conrad, señalándole el carácter disparatado del fantasma masoquista, que lo ubica siempre en un lugar de postergación independientemente de las circunstancias –muchas veces favorables- que le reporta su vínculo con los otros y con la realidad.

Otro momento clave es cuando preguntado sobre qué es lo que desea para su vida, Conrad responde: – Control. Quiero tener más control. Sin embargo, Berger no se conforma con esta afirmación y responde con un simple pero incisivo: – “¿Por qué?”. Esta pregunta, aparentemente ingenua, actúa como un dispositivo de destitución del sentido, cuestionando la necesidad de control que Conrad asocia con la estabilidad y la seguridad.

Unos instantes más tarde, Conrad expresa que ha intentado diferentes cosas “…y no cambió nada”. Berger se detiene nuevamente en el significante que opera como vehículo del deseo  (“cambio”) y le pregunta, haciendo gala de una “docta ignorancia”: –“¿Qué quieres cambiar?”. Ante esta pregunta Conrad se irrita e insiste, expresando con tono efusivo (como diciendo: “-¿acaso eres tonto? ¿no me escuchas?”): “- ¡Ya te lo dije! ¡Quiero tener más control!”.

Berger no cree en la razón ni en las razones, por ello que es capaz de sostener su posición analítica. “Los argumentos abundan como la zarzamora” –cita Freud de Falstaff- y suelen comandar una repulsa dictada por los afectos[20].  Lejos de acusar recibo de este tono de hostilidad en la expresión de Conrad, insiste en la pregunta: “-¿Por qué?”, dirigida a destituir el sentido y a conmover la idea cristalizada de que el control sería algo valioso, deseable en la vida de una persona.

Pronto descubriremos que el deseo de control de Conrad está profundamente ligado a un síntoma materno, testimonio de un núcleo paranoide de su estructura. En efecto, uno de los rasgos fundamentales de Beth es precisamente su tendencia a controlar absolutamente todo y a todos: lo que se habla o se deja de hablar de su familia, lo que se muestra y lo que se oculta…

Beth controla los tragos de Martini que toma su marido, con quién habla y sobre qué temas lo hace. En una revelación que aparece hacia el final del film, controla la ropa con la que se viste Cal cuando se aprontan a velar a Buck, su hijo que había fallecido hacía unas pocas horas. Ella defiende su posición afirmando que “ella es así” y argumentando que lo hace “para resguardar la privacidad de la familia”. Bien se sabe que lo que está en juego para ella no es la privacidad sino la imagen familiar y, en última instancia, su propio narcisismo.

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 “Matar al mensajero”

Una bella frase que se le atribuye a Johann Nestroy, un dramaturgo y actor austriaco del siglo XIX, reza que “quien no pierde la razón de tanto en tanto, demuestra no tener ninguna razón para perder” [21]  Esta frase condensa a la perfección la posición de Beth, quien trata a Berger como al mismísimo enemigo.

Suponemos que es así no sólo por el hecho de las implicancias sociales de asistir al psicólogo y la herida narcisista asociada al “qué dirán” a partir de la confesión pública de que hay algo que cojea -en un sujeto, en un sistema familiar, etc.- sino fundamentalmente por aquello que refiere Freud en Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis respecto de la actitud renegatoria consistente en el acto de “matar al mensajero” ejecutada por el rey Boabdil al tomar noticia de la caída de Alhambra.

Vislumbra que esa pérdida significa el fin de su reinado. Pero no quiere «tenerlo por cierto», entonces resuelve tratar la noticia como «non arrive».”’ Los versos dicen:
«Cartas le fueron venidas
de que Alhambra era ganada.
Las cartas echó en el fuego
y al mensajero matara».
Se colige fácilmente que en esta conducta del rey cooperó la necesidad de salir al paso de su sentimiento de impotencia. Quemando las cartas y matando al mensajero procura mostrar todavía la plenitud de su poder.[22]

La función del psicoanalista, en tanto “espejo” dedicado a reflejar los abismos de la personalidad de quien lo consulta, se equipara notablemente a la del mensajero, esto es: alguien que te viene a informar hay una realidad –muchas veces poco placentera- más allá de los deseos y la omnipotencia que cada uno –como el Rey Boabdil- lleva dentro de sí.

No sorprende, pues, que cuanto más acentuados se encuentren los núcleos paranoides de una estructura psíquica, de manera más hostil se presente –como proviniendo del exterior- toda la realidad interna, pulsional que ha sido rechazada. El ataque hacia Berger no es, por supuesto, personal sino hacia la función que éste encarna, en tanto aparece como un agente fuertemente disruptivo que amenaza con desestabilizar todas las defensas yoicas.

Así pues, mientras Beth se aferra fanáticamente al control como un mecanismo defensivo que oculta su desconexión emocional y su miedo al caos, Berger asume su incapacidad para controlar (castración) para, a partir de allí, promover un espacio donde la subjetividad pueda emerger. Cuando le reconoce a Conrad: “-No soy muy bueno con el control, pero es tu dinero…”, establece un marco de trabajo que no se basa en la moralidad impuesta sino en la ética, la responsabilidad subjetiva y la autenticidad del proceso analítico.

Construcciones

A medida que Conrad avanza en su proceso terapéutico, ciertas cuestiones comienzan a abrirse paso en el plano del decir y del désir (deseo). El joven, quien vive controlado por rígidas circunstancias internas y externas, empieza a encontrar en la terapia un espacio para expresar su rabia, frustración y malestar hacia situaciones ciertamente injustas vividas en su hogar. En su análisis y a raíz de él, encuentra el valor para expresar lo que siente, por ejemplo, hacia su madre, una figura que, lejos de brindarle el apoyo emocional que necesitaba, lo ha herido profundamente con su frialdad y desdén.

Uno de los momentos más reveladores de este proceso ocurre cuando Conrad logra identificar que la verdadera molestia de Beth con respecto a su reserva sobre el hecho de haber dejado natación no reside en la falta de honestidad en sí, sino en la vergüenza que ella experimentó al quedar en evidencia ante sus amigas. Esta observación aguda le permite situar una diferencia crucial en la actitud de su madre: “- Lo que realmente te molesta no es la mentira en sí, sino el hecho de haber quedado en evidencia ante tus amigas”.

Conforme avanza el análisis, Conrad empieza a recontextualizar otros eventos traumáticos de su vida. Recuerda cómo, tras su intento de suicidio, la preocupación principal de Beth no fue la salud de su hijo, sino la limpieza de las alfombras manchadas con sangre, al punto de despedir a una mucama porque, según ella, no logró dejar todo tan limpio como antes.

Pero el punto de inflexión en la terapia ocurre, como dijimos, en la sesión inmediatamente posterior al suicidio de la amiga, cuando Conrad asocia sobre algunos recuerdos dolorosos que lo han atormentado y resignifica la culpa por no haber muerto (dedicada al Otro desde el fantasma sacrificial) como un deseo legítimo de vivir. Ese es el punto en que algo en el nivel del fantasma vacila y es atravesado, hecho que marca un cambio crucial en su posición subjetiva.

Este quiebre en su trabajo subjetivo le abre la posibilidad de explorar nuevas relaciones amorosas, por ejemplo, como la que se inicia con Jeannine. Es en función de hacerse cargo de este deseo y no retroceder ante él, que se abrirá a la posibilidad de un vínculo amoroso y que podrá -luego de haberse “perdonado” por elegir vivir- perdonar también a la muchacha con sus equivocaciones, dando paso a una nueva etapa en su vida.

Conclusiones

Insisto en enfatizar que las reflexiones presentadas en este artículo no pretenden ofrecer una representación rigurosa de lo que ocurre en un psicoanálisis. El estudio de obras cinematográficas de alta calidad—bien guionadas, actuadas, dirigidas y filmadas—puede tener, no obstante, un valor pedagógico significativo al permitirnos situar ciertos elementos de importancia que se ponen en juego en un análisis, ofreciendo además la ventaja de que, al tratarse de obras dirigidas al público en general, no se compromete la confidencialidad.

Nuestro análisis de Gente como uno – Ordinary People ha permitido identificar varios puntos de relevancia clínica, que se encuentran magistralmente retratados en la película. Gracias a su calidad, la obra nos permite adentrarnos tanto en la complejidad de la trama familiar como en las vivencias subjetivas de los personajes, mostrando, además, las prolíficas consecuencias que la experiencia analítica puede brindar a quien se da la oportunidad de adentrarse en ella.

En resumen, hemos podido identificar:

  • El deseo del analista como límite a la duda obsesiva pone en marcha el circuito del deseo, “reavivando” una castración que se hallaba efectivamente inscripta, pero “en suspenso” a partir de circunstancias traumáticas vivenciadas en un ambiente psicotizante. Este enfoque recuerda la lectura de Lacan sobre el caso de Sidonie. Berger no “deja caer” a su paciente[23], quien lucha enérgicamente por saber de sí y está dispuesto, para ello, a dirigirse a un otro al cual le supone un saber.
  • Planteamos que el “calor” aportado por el deseo del analista tiene una doble consecuencia en Conrad:
  • Una general, porque le permite revivir en acto los elementos del conflicto psíquico vía neurosis de transferencia.
  • Y uno de significatividad singular, en tanto que opera como límite y rectificación de un significante traumático -la “frialdad” del discurso materno- que había convertido a Conrad en alguien temeroso, introvertido y desconfiado de las bondades que un vínculo le podía ofrecer.
  • El control operaba en la familia como un significante amo y era percibido por Conrad como “carta de ciudadanía” para pertenecer a su familia, confrontándolo con el fracaso inevitable: no se puede controlar la pulsión. El ideal de control velaba el fuerte núcleo narcisista y paranoide que aparecía, a la manera de un síntoma, en las actitudes de Beth, quien se mostraba refractaria al discurso analítico y a la creencia en el inconsciente.
  • La relación entre el filicidio (¿como fantasía del hijo?) y ciertas parentalidades “borderline”: El “accidente” del hijo mayor, primogénito y favorito, así como el intento de suicidio de Conrad, nos llevan a explorar las posibles conexiones entre la historia ficcional narrada en el film y dos célebres casos de la literatura psicoanalítica: el “Hombre de Los Lobos”, y la “Joven homosexual”.

Bibliografía

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  • Rieder, I., & Voigt, D. (2004). Sidonie Csillag: La “joven homosexual” de Freud. Buenos Aires: Ediciones Letra Viva.

[1] Cabe preguntarnos en este sentido si los flashbacks que recrean una situación idílica entre Beth (madre) y Buck (hijo): ¿Acaso simbolizan un imposible necesariamente destinado a terminar en tragedia? ¿Representan una pieza de vivencia efectivamente acaecida o constituyen en su núcleo, una fantasía de Conrad, Calvin o incluso de la propia Beth? Me permito dudar, pues, del “paraíso” asociado al vínculo Beth-Buck: ¿Cuántas veces el amor hacia el difunto aparece revestido de nostalgia, añoranza e idealización siendo que en vida las cosas eran cabalmente diferentes?

[2] Freud, S. (1909) Cinco conferencias sobre psicoanálisis. En Obras Completas, Tomo XI. Buenos Aires: Editorial Amorrortu, 1991.

[3] Freud, S. (1912) Sobre la dinámica de la transferencia. En Obras Completas, Tomo XII. Buenos Aires: Editorial Amorrortu, 1991.

[4] Freud, S. (1917). Conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas (Tomo 5). Buenos Aires: Amorrortu. Conferencias 27 y 28.

[5] Freud, S. (1912). Consejos al médico en el tratamiento psicoanalítico en Obras completas (Tomo 12). Buenos Aires: Amorrortu.

[6] Racker, H. (1967). Estudios sobre técnica analítica. Buenos Aires: Paidós. p.53.

[7] Didier-Weill, A. et al. Quartier Lacan. Testimonios sobre Jacques Lacan. Bs As. Nueva Visión. 2003.

[8] Raskovsky, A. (1971). El filicidio: la agresión contra el hijo. Buenos Aires: Paidós.

[9] Rabinovich, D. (1996). La angustia y el deseo del Otro. Buenos Aires: Nueva Visión.

[10] Véase Rabinovich, Op. Cit. p. 17 El descubrimiento freudiano, en cuanto tal, marca el punto en el cual, como deseantes, somos objeto. Esto parecería contradecir todo lo que Lacan había dicho sobre el sujeto, sobre la exigencia de no objetivarlo en psicoanálisis. Este objeto, obviamente, se definirá de un modo muy diferente del objeto común que es, más bien, el objeto pensado por la teoría del conocimiento”.

[11] Freud, S. (1924). El problema económico del masoquismo. En Obras completas (Tomo 19). Bs As: Amorrortu.

[12] Pankejeff, S. (1971). El hombre de los lobos por el hombre de los lobos. Bs As: Siglo XXI. pp. 40-41.

[13] Freud, S. (1918). Historia de una neurosis infantil (El hombre de los lobos). En Obras completas (Tomo 17). Buenos Aires: Amorrortu. p. 142.

[14] Rieder, I., & Voigt, D. (2004). Sidonie Csillag: La “joven homosexual” de Freud. Buenos Aires: Ediciones Letra Viva. p. 53.

[15] Ibid. p.53

[16] Freud, S. (1913). Sobre la iniciación del tratamiento. En Obras completas (Vol. XII). Buenos Aires. Amorrortu Editores. p.135

[17] Véase Lacan, J. (1956). El seminario. Libro 3: Las psicosis (1955-1956). Buenos Aires: Paidós. p. 35.

[18] Freud, S. (1938). Esquema del psicoanálisis. En Obras completas (Tomo 23). Bs As: Amorrortu. p. 175.

[19] Freud, S. (1905). El chiste y su relación con lo inconsciente. En Obras completas (Tomo 8). Bs As: Amorrortu. p. 56.

[20] Freud, S. (1910). Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. En Obras completas (Tomo 12). Buenos Aires: Amorrortu p.23.

[21] Citado en Racker, H. Op. Cit.

[22] Freud, S. (1936). Una perturbación de recuerdo en la Acrópolis. En Obras completas (Tomo 22). Buenos Aires: Amorrortu. p.219.

[23] Como sí hizo Freud con Sidonie, de acuerdo con la interpretación de Lacan. Véase Lacan, J. (1962). El Seminario, Libro 10: La angustia. Buenos Aires: Paidós, 2003. p. 128.

POR GUILLERMO MIATELLO

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