Lo enfermizo en algunas relaciones

Índice

Analizar lo enfermizo en algunas relaciones es algo complejo. De hecho, las relaciones humanas en sí mismas son algo sumamente complejo, de modo que es de vital importancia abordar la problemática con el cuidado y delicadeza que amerita. Reconocer lo que hay de pulsional en cada sujeto y acompañar al yo en ese proceso absolutamente singular e indelegable de reconciliación con la propia pulsión supone un camino menos ruidoso y, en varios sentidos, radicalmente diferente del que proponen muchas ideologías a nivel colectivo, pero pleno de consecuencias en el plano subjetivo. Entérate de qué se trata este enfoque y qué es lo que tiene el psicoanálisis para decir acerca del tema.

Introducción

La clínica psicoanalítica, a partir de descubrir la trabazón íntima y de interdependencia recíproca que existe entre lo anímico y lo corporal, ha puesto de relieve la trascendental importancia de las relaciones en la vida de los seres humanos.

Una persona, en la consulta, es capaz de referir que le duele un brazo, el corazón u otro órgano de su cuerpo con la misma intensidad afectiva que dedica a hablar de sus desencuentros en las relaciones interpersonales (con su pareja, sus hijos, sus padres); del malestar que le produce un aspecto determinado de su personalidad (como su dignidad o autoestima) o de la insatisfacción asociada al desempeño de actividades que le resultan significativas (como una profesión, una actividad deportiva, recreativa, etc.).

Freud demostró que a una persona le pueden “doler” recuerdos, ideas, ausencias y sueños no realizados. Y esto es así porque el hombre es, desde siempre, un ser social. Aquello que una persona siente, vive, es… trasciende necesariamente las fronteras de su yo para entrelazarse con la existencia de otros que son significativos para su vida.

La vida moderna y el rechazo de lo displacentero

No he de explayarme demasiado (aunque no quiero pasar el tema por alto) acerca de lo difícil que resulta, hoy más que nunca, relacionarnos con las personas de nuestro entorno y construir vínculos sólidos.

El uso exacerbado de las nuevas tecnologías, diseñado para mantenernos cerca y conectarnos, pareciera haber ejercido un efecto no deseado sobre el tejido social, aislándonos gradualmente en esa realidad paralela sin la cual hoy no somos siquiera capaces de concebir nuestra existencia cotidiana, llamada redes sociales, comunidades virtuales, etc.

Hemos de reconocer que los ideales ofertados y entronizados por el mercado no apuntan precisamente a que nos realicemos con otros o al placer que puede derivarse de compartir nuestro andar colectivo hacia determinadas metas comunes.

En contraste, la lógica moderna ha impuesto la idea de autorrealización como la búsqueda individual de actividades que nos conduzcan, sin escalas, al cénit del ideal, representado éste por la fama, el éxito económico y profesional que son alcanzados de manera independiente, autónoma y autosuficiente.

Para satisfacer estas consignas, nuestro recorrido vital ha de estar exento de las inclemencias que puedan surgir en la vida material; ha de ser inmune al paso del tiempo y sus consecuencias y, por último, ha de estar a salvo del sufrimiento inherente a las rispideces y tensiones que son tan comunes en nuestras relaciones con otras personas.

Parece ser ésta una época que rechaza todo cuanto le resulta displacentero, rechazo que no puede ejercerse sin una dramática desconexión de la realidad. Al negar la gravedad, el paso del tiempo y nuestra finitud, nos vemos compelidos a mantener una ficción colectiva, presentando al mundo entero nuestra “felicidad” a través de lo que Paula Sibilia describe como El show del yo.

En el escenario de esta Sociedad del espectáculo (Guy Debord), cada individuo exhibe con entusiasmo la intensidad con que vive su vida, ya sea al probar un menú exótico en su último viaje a Tanzania o en otros momentos que resalten su “autenticidad”.

Habiendo hecho esta breve introducción, quisiera reanudar mi relato y comentarles cuáles son, a mi parecer, dos caminos trillados que deberíamos evitar a fin de echar algo de luz en relación a la compleja temática que nos convoca.

Gente tóxica

Un enfoque que a menudo gana adherencia y popularidad no por las verdades que conquista sino principalmente porque es funcional a la satisfacción de pasiones arcaicas y a resistencias fuertemente arraigadas tanto a nivel individual como colectivo lo constituye, a mi parecer, la idea de la gente tóxica.

Un ejemplo interesante que ilustra esta perspectiva proviene de la historia de Juanito, un niño de cinco años a quien Freud trató indirectamente a través de su padre, quien era un conocido de Sigmund. El síntoma principal de Juanito era una fobia intensa a los caballos que le impedía salir a la calle.

Freud, al documentar su historial clínico, se encargó de demostrar hasta qué punto la fobia de Juanito no era más que el emergente de un complejo conflicto ideo-afectivo compuesto por impulsos, fantasías y temores que guardaban una relación directa con el lugar inadecuado que el niño ocupaba en su trama familiar.

Así, sobre la figura externa aleatoriamente escogida de los caballos se proyectaban -de manera condensada y desplazada- peligros pulsionales (internos) derivados de lo que esta inadecuación implicaba en tanto obstáculo a un desarrollo saludable. Todo el conflicto psíquico latente estaba, pues, soslayado y circunscripto alrededor del síntoma fóbico y la consecuente inhibición de salir a la calle por temor a que lo mordiera un caballo.

Es crucial notar cómo al emplear el razonamiento de la “gente tóxica”, estamos actuando de manera análoga a como lo hacía Juanito y su miedo a los caballos. Esta forma de defensa es una tendencia cultural común y se halla expresada, por ejemplo, en el refrán popular que reza que “Muerto el perro, se acabó la rabia”.

Si consideramos que hay personas tóxicas y otras que no lo son (o, mejor dicho, que “nosotros no lo somos” ya que rara vez quien enuncia estaría dispuesto a incluirse en dicha categoría), simplemente se trata de evitar a las primeras: quedándonos en casa, evitando relaciones personales, manteniendo separadas las relaciones laborales de las afectivas, vigilando las “banderas rojas” presentes en las interacciones o simplemente evadiendo cualquier vínculo profundo o significativo.

Esta perspectiva de retraimiento se refleja en la canción Flowers de la popular cantante estadounidense Miley Cyrus, que en mayo de 2023 fue premiada por ser la más rápida en alcanzar los mil millones de reproducciones en Spotify. Como se refleja en su estribillo, la canción aboga por recluirse en uno mismo como una forma de protegerse del sufrimiento amoroso:

I can buy myself flowers – Puedo comprarme flores a mí misma
Write my name in the sand – Escribir mi nombre en la arena
Talk to myself for hours – Hablar conmigo durante horas
Say things you don’t understand – Decir cosas que no entiendes
I can take myself dancing – Puedo llevarme a bailar
And I can hold my own hand – Y puedo sostener mi propia mano
Yeah, I can love me better than you can – Sí, puedo amarme mejor de lo que tú puedes

Para evitar cualquier malentendido, quiero aclarar que no estoy negando que la idea de la gente tóxica contenga un grano de verdad. No descubro nada nuevo si afirmo que existen personas cuyo carácter altamente destructivo para consigo mismas y el entorno, hace que resulte conveniente tomar distancia de ellas.

Sin embargo, lo que encuentro inapropiado y simplista, dada la enorme complejidad de las relaciones humanas, es: a) atribuir todo el conflicto exclusivamente al “afuera” y b) creer que se ha resuelto la dificultad simplemente porque se ha eludido el encuentro con la fuente de preocupación.

Por el contrario, sostener la amenaza nos ubica, como a Juanito, en una posición de sometimiento en la cual quedamos a merced del eterno retorno de aquello que de nuestro mundo interno reprimimos. Hasta tanto no sea descifrada la compleja (e inconsciente) trama que lo sostiene, nuestro encuentro con el temido fantasma –bajo la forma de “el cuco”; “el caballo” o “el psicópata” – se repetirá de manera compulsiva, empobreciendo nuestra vida.

Por otra parte, si profundizamos un poco más la idea de la “gente tóxica”, podremos identificar una relación muy estrecha entre esta noción y el amor materno en su vertiente fálica, tan bien retratado en la canción Mother perteneciente al célebre disco The Wall del grupo británico Pink Floyd.

En efecto, el refrán moralista que pretende enseñar la “buena senda” estableciendo que “una manzana podrida pudre al resto del cajón” es utilizado por muchas madres con la intención de proteger a sus “hijitos” o “hijitas” de las malas influencias y la corrupción proveniente del mundo hostil.

Ahora bien, como refiere Nietzsche, “a menudo una madre se ama más a sí misma en el hijo que al hijo” y resulta poco probable que una madre esté dispuesta a aceptar el hecho de que su propio hijo o hija podría ser “mala junta” o “tóxico” para alguien más, lo que nos lleva a pensar en una consigna renegatoria de la castración más que en un buen consejo de vida. Es, en otras palabras, la receta propuesta por la canción antes citada: responder al narcisismo del otro acentuando el propio.

En resumen, la premisa de la gente tóxica nos ubica en un callejón sin salida. Por una parte, las pasiones humanas son irreductibles a todo ideal de pureza y por otra, cuando acuso al semejante y le niego el acceso a mi vida para evitar su eventual toxicidad, puedo terminar incurriendo en una enfermedad peor que el remedio: la negación de mi estructural dependencia.

Dime con quién andas…

Otro malentendido que considero importante evitar es la idea de que la toxicidad no reside en las personas, sino en las relaciones. En algunos grupos –inclusive, algunos grupos psicoanalíticos- se habla con la creencia de que se aporta una visión superadora, más avanzada al no referirse ya a “personas tóxicas” sino a “relaciones tóxicas”.  Quiero aclarar una vez más que no estoy negando la existencia de vínculos patológicos y destructivos, ya que, por supuesto, existen. Pero, si queremos explorar y comprender más profundamente esta temática, esta idea no nos dice demasiado.

Si hasta ahora hemos acordado que cada sujeto lleva en sí un quantum de “toxicidad” y que las relaciones humanas son inseparables de nuestra existencia, es esperable que las condiciones patológicas –más o menos conscientes- que cada uno de los partenaires lleva al vínculo, de alguna manera, formen parte del lazo.

Esta perspectiva coincide con la idea que plantea el cantautor catalán Joan Manuel Serrat en su hermosa canción Sinceramente Tuyo: “No escojas sólo una parte, tómame como me doy, entero y tal como soy, no vayas a equivocarte”. Es decir que cuando nos vinculamos con otra persona la tomamos en nuestra vida con sus luces y sombras a la vez que esperamos ser aceptados por el otro de manera análoga.

Por último, la idea de que la toxicidad reside en los vínculos marcha en consonancia con el célebre refrán: “dime con quién andas y te diré quién eres” que puede resultar acusatorio. Recordemos que, en cada uno, el goce remite a un crimen (edípico) pero no es un crimen.

Ahora bien, pareciera que esta valoración implica la presunción de que “Si tú te relacionas con un psicópata eso necesariamente hace de ti un psicópata, si tú te relacionas con un perverso es porque hay algo perverso en ti, si tú te relacionas con un sociópata o con un narcisista…es porque hay algo sociopático o narcisista en ti”.

Así, en lugar de echar una mano y de tratar al otro con empatía, se “revictimiza a la víctima”, como se dice actualmente, y se la trata desde el punto de vista del reproche superyoico, como si estuviese contagiada de un mal terrible que debería haber sido capaz de evitar a tiempo.

Distintas modalidades de lo enfermizo…

Deseo explorar ahora las diferentes modalidades u organizaciones que puede adoptar lo enfermizo en algunos vínculos a fin de intentar demostrar hasta qué punto estas formas de manifestación de la enfermedad pueden ser funcionales o complementarias entre sí y al mismo tiempo dar cuenta de una radical diferencia.

Hace algunos años, durante una consulta con una paciente, vino a mi mente una ocurrencia contratransferencial, para emplear una expresión de Racker: “¿Te sientes solo, desamparado y sin rumbo? Ve con precaución, pues podrías encontrarte con alguien que verdaderamente lo esté”.

Para situar las cosas en contexto: la paciente en cuestión es una mujer sensible, cálida y valiosa que se mostraba en dicha ocasión muy conmovida acerca de su situación sentimental, consistente en la ruptura (separación y divorcio) de un vínculo matrimonial de muchos años.

Su relato versaba sobre los malos tratos, la descalificación, las humillaciones y las acusaciones constantes proferidas hacia ella por parte de quien era entonces su marido, una persona sumamente desvalorizada y resentida con la vida que no reunía ni de cerca los atributos intelectuales, profesionales y éticos de quien era entonces su esposa.

Otro ejemplo que me gustaría citar para referirme a las distintas formas de lo enfermizo en las relaciones proviene de una viñeta creada por el gran humorista gráfico argentino Quino.

Lo enfermizo en algunas relaciones - CEFreud

 

No es necesario ser un experto para apreciar que en la historieta de Quino vemos retratada una relación que podría calificarse como enfermiza. Sin embargo, nos preguntamos: ¿hemos resuelto algo con eso o hay algo más que decir al respecto?

El poeta Antonio Porchia expresaba en una de sus Voces que “donde hemos puesto algo siempre creemos que hay algo, aunque no haya nada”. Este acto de “poner algo” se relaciona directamente con la transferencia. Las neurosis de transferencia constituyen la categoría diagnóstica que incluye a aquellos sujetos con los que Freud consideraba que era posible trabajar, a diferencia de las neurosis narcisistas.

“Poner algo” en el otro es poner algo propio: expectativas, ideales y anhelos que delinean una búsqueda y que determinan aquello que albergamos la esperanza de re-encontrar en nuestro encuentro con él/ella. Y si albergamos la expectativa de reencontrarlo en otros es porque en nuestra historia atesoramos ciertos vínculos que han tallado en nuestra personalidad la presencia que circunscribe dicha falta.

En otras palabras, el vínculo con ese alguien “especial” que anhelamos encontrar allí “afuera” se edifica sobre la base de un vínculo que albergamos “dentro” con alguien que ya ha estado en nuestra vida, que ha sido especial para nosotros y para quien nos hemos sentido especiales.

Lo que otorga valor a un vínculo es, pues, aquello que de esta expectativa, de esta búsqueda propia, de esta falta “pongo” en él/ella a la vez que aquello del vínculo que para mí se presenta como novedoso teniendo en cuenta la imposibilidad estructural del otro de colmar dicha falta.

Desde esta perspectiva, el vínculo podría definirse como una re-vivencia circular y actualizada de la castración que, redoblada, nos vuelve más ricos en función de lo que cada uno pierde de sí mismo (del yo y sus mecanismos de defensa) en dicha relación. Para expresarlo con otras palabras, el vínculo vale por lo que yo pongo en él de mi propia repetición y por el grado en que devengo otro luego de haber pasado por el vínculo.

En el caso de los protagonistas, pareciera que es uno de ellos el que “pone” en ese vínculo algo: quizás la ilusión, la esperanza de encontrar un amigo; quizás un alivio al dolor psíquico asociado a la culpa que le produce saber que su partenaire no tenga dónde sentarse luego de que él se vaya. El hecho es que hay división subjetiva y ésta se ve explicitada en esa suerte de diálogo interno que el protagonista tiene consigo mismo hacia el final, en la que se pregunta: – ¿no será mucho?

El otro protagonista, a diferencia de aquel, muestra hacia su interlocutor una actitud correcta si tomamos en cuenta el registro de los intercambios comunicativos formales: lo saluda, se dirige con diplomacia hacia él, le agradece y se despide con buenos modales[1].

Ahora bien, en otro registro que podríamos definir como mudo, silencioso –el registro inconsciente- el personaje B anula completamente al primero como ser humano, no siente ningún tipo de empatía por él y llega al punto de equipararlo sin más al status de un objeto, más precisamente, una silla sobre la cual sentarse.

Ni “pone” nada de sí en el vínculo ni se ve afectado en nada por éste. Su posición subjetiva es la de alguien que no da lugar a que algo tan banal e insignificante como una relación humana sea capaz de conmoverlo o afectarlo en ningún sentido.

Así pues, vemos que en uno de los protagonistas se halla inscripta a nivel de lo inconsciente la representación de lo que es un vínculo entre dos sujetos en falta y en el otro, no: al faltar la falta, pues, hay equiparación entre el sujeto y el objeto.

Vemos por qué es poco decir que se trata de un vínculo patológico sin más, pues aquello que lo vuelve patológico para uno no es lo mismo que lo que lo vuelve patológico para el otro. Hay dos vertientes radicalmente diferentes de la patología en juego que, si bien pueden converger o coincidir, nos hablan de diferencias cruciales en términos de estructura, pronóstico, tratamiento y perspectivas de cura.

Cuando Freud aborda, en su escrito de 1924, “la pérdida de realidad en las neurosis y psicosis”, plantea una oposición de base respecto de dos formas específicas y singulares de negar el encuentro con una realidad penosa. La de la neurosis, que acepta la realidad al precio de rechazar una exigencia pulsional, replegándose en la fantasía; y la de la psicosis –una operación más radical o extrema- que rechaza la realidad por insoportable y la recrea de manera acorde con la realización delirante o alucinatoria de los deseos. Existe, pues, una discriminación esencial entre lo neurótico como fracaso de la represión y retorno de lo reprimido versus lo psicótico como fenómeno de restitución.

Tomando esta distinción freudiana como referencia nos preguntamos si la posición “ingenua” de quien niega que el otro lo maltrata, albergando la esperanza de que ese maltrato en algún momento cese y se convierta en un trato amigable es equivalente a la posición que lleva a un sujeto a escotomizar o abolir por insoportable la idea de que el otro es necesario en su vida, de que el otro le “hace falta”. O bien si existe –como suponemos- una diferencia fundamental entre ambas posiciones.

En el caso del personaje B de la historieta, parecería que la defensa fanática del yo –expresada en el rasgo caracterológico de la indiferencia o el desinterés- denuncia lo que en términos psicoanalíticos llamaríamos un rechazo (sea forclusivo o renegatorio) de la castración. Es decir, el sujeto niega en un nivel fundamental algo tan constitutivo e irreductible como la propia dependencia, el hecho de que al ser hablante sólo le está dado ser en función de su lazo con el otro.

En este campo hemos de situar los caracteres fuertemente narcisistas o los portadores de un así llamado yo fuerte y las psicopatías. Y es que para el psicoanálisis existe un paralelismo entre lo que designamos como constitución de la realidad -una parte muy importante de la cual la ocupa la relación de objeto- y destitución narcisista, hasta el punto en que todo encuentro posible con el otro se edifica sobre la base de un narcisismo mermado.

Lo enfermizo en algunas relaciones - Adele

El caso Adele: Derechos individuales, hipocresía y ¿ley perversa?

Para finalizar, deseo traer otro ejemplo que ilustra con precisión la diferencia en cuestión. Hace un tiempo, me enteré de una noticia del mundo del espectáculo que me resultó entre desopilante y alarmante. Finalmente interpreté mi risa, tal vez, como un mecanismo de defensa frente a lo angustiante de estos tiempos tumultuosos en que nos toca vivir.

Esta noticia se refería a una de mis artistas contemporáneas favoritas, la cantante británica Adele, y a un episodio de su vida personal. La noticia informaba que su ex marido, al escuchar las letras de sus canciones, afirmaba ser una suerte de “compositor indirecto” de éstas, con lo cual le inició una demanda multimillonaria por regalías. Estas composiciones musicales, cabe aclarar, conformaron un hermoso disco que se vendió como pan caliente en el mundo entero, hecho que le valió a Adele un enorme éxito, reconocimiento y fama internacionales.

El supuesto “derecho de autor” de este señor se basaba, según constaba en su reclamo, en la afirmación de que todas las canciones del álbum hablaban sobre su relación con la cantante, es decir, él se autoproclamaba como el destinatario de las letras. De esta manera, él sostenía que había inspirado a su exesposa (“- ¿rompiéndome el corazón?”, planteó sarcásticamente ella) en el proceso creativo que la llevó a escribir su exitosísimo álbum.

Se me ocurren pocas conductas más manipulativas, parasitarias e inescrupulosas que las de este señor, y el hecho de que la “justicia” haya fallado a su favor y Adele haya tenido que indemnizar a este lastre de la humanidad, me hace pensar en la hipocresía de un mundo respecto del cual es cada vez más difícil albergar alguna esperanza.

Un aspecto que empaña aún más el panorama es que, además de pagar una suma millonaria a su ex marido, la ley dictaminó que Adele, a partir del momento de dicho fallo, debía cuidarse en sus futuras letras de no hacer mención a determinadas temáticas que podrían ofender al susodicho. En resumen: prevaleció el superyó obsceno, manipulador y controlador del psicópata exmarido.

¿Hemos de suponer, pues, que en la actualidad estamos bajo el mandato de una ley perversa? No lo sé, pero no me sorprende demasiado que las consignas “civilizadas” y altisonantes de quienes se expresan a favor de resguardar a ultranza los derechos y las libertades individuales den lugar a este tipo de abusos y canalladas.

Nietzsche había sido muy crítico respecto de la decadencia de la moral occidental que busca igualar todo y castiga la expresión activa del deseo, la creatividad y la vitalidad. “Tener que combatir los instintos, ésa es la fórmula de la decadencia; mientras la vida ascienda, felicidad es igual a instinto.” [2]

La pulsión es constitutiva del ser hablante y ninguna cultura que la niegue o la esconda, como suele decirse, “debajo de la alfombra” (en este caso la “alfombra” vendrían a ser las consignas políticamente correctas) tiene a mi juicio posibilidades de construir nada positivo en términos de convivencia social.

Como bien puede apreciarse en este caso, el hecho de que la justicia convalide esta clase de delirios la vuelve cómplice, esto es, la convierte en un instrumento más para satisfacer de manera encubierta y velada las pulsiones más oscuras vinculadas con la ambición de lucro y el poder de individuos y sectores oportunistas.

Aunque nos llene de rabia e impotencia y nos cueste enormemente aceptar que estas cosas ocurran, es tomar consciencia de esta clase de contrasentidos -que no son para nada infrecuentes en el mundo de hoy- aquello que nos puede ayudar a abrir los ojos y a situarnos de una mejor manera en el contexto en que vivimos.

El fallo del amo-justicia que dicta que el 50% le corresponde a cada uno pues hay que ser equitativos por sobre todas las cosas, se da sobre el soslayo de una diferencia que, tal como he querido transmitir en el presente artículo, constituye la columna vertebral de una pregunta que es, hoy más que nunca, vital para la humanidad: – ¿Qué hacer con la pulsión?

¿Vale lo mismo culturalmente la pulsión sublimada, la pato-logía devenida pasión por lo que se hace, que emerge del abismo del dolor para crear, con talento, trabajo y dedicación obras que le alegran la vida a millones de personas y que probablemente sean recordadas por generaciones futuras?

¿Vale lo mismo la “patología” creativa y maravillosa de Adele, que la actitud aprovechada de querer adueñarse de la producción (y del valor devenido de dicha producción) del otro mediante argumentos espurios y ubicar, parasitariamente, al yo narcisista megalómano-empobrecido en el centro de la escena a la fuerza?

¿Es que todo tiene un dueño en el mundo de hoy? ¿Todo tiene un precio? ¿Puede alguien, acaso, hacerse dueño del dolor de existir?

Una cultura que equipara estas conductas es, a mi parecer, una cultura que ha perdido de vista el valor y el coraje necesarios para asumir la castración y hacer algo constructivo con ella. Quizás el arte, la ciencia o el psicoanálisis nos enseñen otra vía. Quizás adquirir una perspectiva más consciente y advertida respecto de estas problemáticas nos ayude a orientarnos mejor entre tanta bruma.

Autor: Guillermo Miatello

[1] Las conductas correctas son algo muy típico de los caracteres narcisistas y suelen ir acompañadas de un nivel de desimplicación subjetiva bastante llamativo. Recuerdo una vez que al preguntarle a un paciente respecto del sentir de su mujer en relación con un drama familiar que estaban atravesando, me respondió que él prefería no suponer cómo se sentía su mujer sino que cuando quería saber algo sobre ella, directamente se lo preguntaba.

[2] Nietzsche, F. El ocaso de los ídolos. Op. Cit. p.49

POR GUILLERMO MIATELLO

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